El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Estaba en una manifestación contra los recortes y privatización de la sanidad pública andaluza cuando, por la acera de enfrente, bajaba una marabunta de gente que creíamos iban a formar parte de aquel desolador paisaje de manifestantes. Pero no, aquella grey que descendía Rambla abajo, apretada jubilosamente unos con otros, iba cargada del fervor festivo de la convocatoria, organizada por el ayuntamiento de Almería, que celebraba una “cremá” de paella y petardos, traída desde Valencia.
Frente a ese rebaño nosotros éramos una zanja, organizada pero exangüe, de la sociedad civil a este lado de La Rambla, llenando el aire de voces, pancartas y protestas, también en nombre de los que bajaban, como digo, contra los recortes de la sanidad pública. Pero aquella multitud bajaba gozosa repleta de otra felicidad de la mano del concejal de turismo hacia Las Almadrabillas, ajenos a que esa defensa de la sanidad es una obligación ética que concierne a todos.
Allí, aquella vieja guardia manifestada se la sentía aún con capacidad de indignación frente a los que recortan y brutalizan negocios con la salud de todos. Apretados unos a otros parecíamos una procesión de silentes o gentes destronadas viviendo en un mundo con error de paralaje, sin pulso, casi agotados ya en la creencia de que hagas lo que hagas de nada servirá, porque esta droga ética ya nadie la compra.
Finalmente, unos nos disolvíamos en soledad y otros daban gusto a los sentidos con un paisaje prometido de paellas y cohetes. Y, más allá, a nuestro alrededor se abría otro nuevo paisaje ocupado por bares repletos de gente que daban cuenta de la inequívoca capacidad manifestante de la geografía andaluza, cuando de bares se trata.
Allí se daban cita la máxima felicidad de cuerpos manifestados de jóvenes y mayores, gobernados por el primitivo instinto de succión, apretados entre gotas de saliva, refregados de vaso en vaso, de beso en beso. Es la fiebre pospandemia cargada de lobos devoradores regurgitando esa pasión consumidora de bares que el miedo ha dejado en forma de indiferencia.
Aquellos manifestantes de un domingo 7 de abril eran el paradigma del tiempo y la indiferencia social de la que se alimenta esta ciudad, chispazos de una fe idiota que a unos nos empuja a vivir el futuro con esperanza y, a otros, a sentir que el presente va a ser siempre así.
No estaba escrito en ninguna pancarta de aquella manifestación, pero yo creo que aquel domingo un enorme tonelaje de esperanza vivía entre nosotros, mientras otros perseguían el milagro de una primavera en forma de indiferencia. ¿No te pasa que la garganta se te llena de piedras que escuecen y hieren cuando descubres que tanta indiferencia es como un pedazo de infierno que se ha colado en el corazón de la sociedad?
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