Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Representación taurina
Rincón almeriense
Estaba llegando al albergue de Ribadeo (pueblo gallego de las Catedrales del Mar) cuando nos conocimos. Exactamente, nos cruzamos, no intercambiamos más palabras que: “¿Qué, cómo ha ido la etapa?”. Al final de cualquier etapa del Camino (de un maratón o de un partido de fútbol), a uno lo que le apetece es ducharse y no hablar. Si acaso, tomarse una Estrella Galicia bien fría.
Al día siguiente salimos nosotros más temprano que él. Íbamos hacia Lourenzá, segundo pueblo de tierra chá del Camino del Norte. Una etapa bonita, de 33 kilómetros, con mucho monte y varias cuestas duras. De hecho, para caer al municipio había una cuesta muy pronunciada que te terminaba de cargar las piernas, al sostener el peso del cuerpo y la mochila. Aunque parezca inverosímil, al cuerpo le cuesta más bajar que subir por el tipo de trabajo que realiza.
Ducha y a comernos un buen menú del peregrino. Ese bar que había al lado de la iglesia del pueblo se encargó de forzar una inquebrantable amistad peregrina, en torno a una ensalada y unos chorizos gallegos, con requesón con miel de postre.
Terminamos junto ese Camino del Norte entre canciones de la tuna, vino a mi boda un par de meses después, hicimos el Primitivo, no hay vez que pase por Madrid que no me pare en Aranjuez a compartir mesa y mantel con Fernandico y Bebi... A sus 61 años, mi mentor peregrino tiene que pasar ahora por el quirófano para chapa y pintura. Unas piedrecillas en el riñón lo mismo le impiden visitar este año al Apóstol Santiago, que siempre nos sujeta las velas cuando llegamos a nuestra meta santiaguesca y nos dirigimos a comer a Casa Manolo.
¿Qué son unos cantillos rodaos en el organismo de alguien que se carga su mochila, se calza su gorra, se aprieta sus tenis y anda como el correcaminos? Yo creo que la Heineken de Berduceo tiene la culpa, Fernandico.
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