José Manuel Palma Segura

Frossard: la conversión de la sensatez

opinión

SÉ la verdad sobre la más disputada de las cuestiones y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré. Si el azar cupiese en esta especie de aventura, diría que me lo encontré por casualidad, con el asombro del paseante que al doblar una calle de París viese, en lugar de la plaza o del cruce habituales, un mar inesperado batiendo con su oleaje la planta baja de las casas, y extendido hasta el infinito. Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios".

Esta confesión pública pertenece al fallecido André Frossard (1915-1995). Hijo del primer secretario del partido comunista francés, se le consideraba un ateo perfecto, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los mismos anticlericales le parecían un poco patéticos y ridículos, como lo serían unos historiadores empeñados en refutar el cuento de "Caperucita Roja". Para él, no hacían más que prolongar en vano un debate cerrado por la razón mucho tiempo atrás, pues estaba claro que Dios no existía, que el cielo estaba desierto y que la Tierra era una combinación de elementos reunidos al azar.

Frossard era escéptico. De todas formas, si hubiera admitido la posibilidad de alguna verdad, los curas serían las últimas personas a las que hubiese preguntado, y la Iglesia, según sus palabras, "a la que no conozco sino a través de alguna de sus chapuzas temporales, sería el último lugar donde iría a buscarla".

Sin embargo, una tarde entrará en una capilla parisina del barrio latino, en busca de un amigo. Entrará escéptico y ateo de extrema izquierda, y saldrá, cinco minutos más tarde, católico, apostólico y romano, arrollado por una ola de una alegría inagotable. Entrará con veinte años y saldrá como un niño, con los ojos desorbitados por lo que ve a través del inmenso desgarrón que acaba de abrirse en el toldo del mundo. Y cuando intente ponerlo por escrito, resumirá todo lo sucedido en un famoso título: "Dios existe. Yo me lo encontré".

De este libro, extraigo la siguiente reflexión, momentos después de la conversión de nuestro protagonista: "un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que arrinconan al nuestro entre las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, él es la verdad, la veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios. La evidencia hecha presencia y hecha persona de Aquel a quien yo habría negado un momento antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro, y del que aprecio que es dulce, con una dulzura no semejante a ninguna otra".

Su testimonio muestra la acción que produce la oración en el corazón que busca la Verdad: Cristo. Sabiendo esto, ¿dejarán los padres que sus niños se encuentren con Cristo en la Eucaristía o simplemente cumplirán lo justo del expediente para hacer la Primera, y quizás última, Comunión?.

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