Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
Navidad
La despertó sobresaltada el grito desgarrador de la Piedad de Miguel Ángel, como si por un momento esta hubiese cobrado vida. El humo negro de un colosal incendio ascendía a los cielos en una clara oración de súplica a todos los dioses que el ser humano pudo imaginar. El jinete del apocalipsis había arrasado cuanto encontró a su paso, y el mundo conocido desaparecía carbonizado en la pira de su propia estulticia. De nada sirvió estudiar historia, conocer la caída de todos los imperios que lo precedieron, la destrucción cíclica de todo cuanto creaba el homo sapiens se había convertido en un clásico: elevarse desde la oscuridad y el barro hasta la cima de la cultura, la filosofía, la literatura, y la ciencia, para volver a desaparecer en el fango de la ignorancia. Del cero al infinito, una y otra vez como una rueda que gira de forma interminable. La diferencia en esta ocasión podía ser que el cero fuese el final de todo. En esas estaba cuando se despertó empapada por un sudor frío y un estertor que le recorrió todo su cuerpo. Se levantó aturdida, aún sentía el sueño como si lo hubiese vivido en carne propia. Le resultaba impensable que el mundo se encaminase hacia su propia destrucción, contemplando el espectáculo con la misma tranquilidad y parsimonia con que un espectador, situado más allá del bien y del mal en su cómoda butaca de una sala de cine, disfrutaba de una película de terror en la certeza de que lo que allí veía no le afectaba, en la seguridad de estar al otro lado del imaginario. Era noche cerrada, aún faltaban horas para que amaneciese y en el cielo se podía admirar a una diosa Selene en su plenitud, brillando como una estrella e iluminando un mundo absurdo entregado a los brazos de Morfeo, mientras la tierra ardía víctima de su estupidez. No podía volver a la cama, los pensamientos le asaltaban sin remedio, y el sueño había huido hasta los confines de la tierra. Decidió hacerse una infusión y sentarse en el sillón situado junto al gran ventanal desde el que se divisaba una calle, que a esas horas permanecía quieta y silenciosa, una imagen que lejos de apaciguarla le desazonó sobremanera, sin que acertase a saber a qué obedecía ese estado de alerta, pensó que quizá se debería a que le recordaba esas escenas de silencio que preludian un cataclismo fatal, acompañado de una música que te hace saltar de la butaca en un cine. Necesitaba calmarse, de lo contrario al día siguiente estaría “como un vendo”, y no podría afrontar su jornada de arduo trabajo en el hospital. No encontró mejor idea que arroparse con una manta y ordenar a Alexa que le pusiese música de Chopin, tenía la esperanza de que el sonido del piano y la tisana bien cargada que acariciaba entre sus manos, le ayudarían a recobrar la calma, y a desterrar esas sensaciones negativas que la habían despertado desazonada. Las horas pasaron lentamente, la luna fue perdiendo luminosidad mientras el cielo se iba engalanando con una bellísima paleta de colores entre el anaranjado y el rojo, anunciando el nacimiento de un nuevo día, y el mundo a su alrededor aparentaba recuperar la calma. Por unos momentos llegó a adormecerse arrullada por el sonido de la música, aunque no llegó a perder del todo la conciencia.
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