La esquina
José Aguilar
Un fiscal bajo sospecha
Uno percibe, ya desde el principio, que se avecina un día tonto. Puede ser porque apagamos el despertador y nos volvimos a dormir o porque uno llega a rastras al cuarto de baño y solo tiene ganas de abofetear al tipo que devuelve la mirada tras el espejo. También lo podemos notar porque la compañera está hoy más cansina de lo habitual o el jefe más disperso que de costumbre. El caso es que notamos que la mala hostia se apodera de nosotros y no podemos (ni queremos) controlarla. Y ¿saben qué? Pues que no pasa nada. No todo puede ser autocontrol, crecimiento personal y resiliencia. Hoy rompemos una lanza a favor de la “mala follá”. Me he mosqueado con mi pareja y me la he pillado con la cremallera del pantalón. Tengo derecho a darle una patada a la lata. No me da la gana ser buen ciudadano hoy, ¡dejenme en paz!
El caso es que los días tontos suelen terminar y a nosotros se nos acaba por pasar la mala leche. Y es entonces cuando uno puede comenzar a sentir cierta vergüenza o culpa, ese fatídico invento judeocristiano. Nos asalta la duda de si habremos rebasado los límites del ridículo. Pero ¿saben otra cosa?. También eso es humano.
No somos máquinas y aunque estemos comprometidos con la buena conducta y cierto positivismo a veces, simplemente, necesitamos dejar salir toda esa frustración o hastío que hemos ido acumulando. Y aunque estamos de acuerdo en que no es la manera más civilizada desde aquí reivindico una forma honesta de expresar el malestar. Negar los días tontos es negar nuestra esencia como seres humanos.
Por lo demás les diré que me he preocupado de buscar cómo gestionan los días tontos otras culturas. Pues los masáis se reúnen en torno al tontarro y tratan de darle consejos, apoyo y viejos proverbios. Los japoneses, muy propios, se lo comen ellos solitos y se susurran palabras de superación. Y los más simpáticos son los zo’és, una tribu aislada del amazonas. Estos ,cuando detectan que alguno va a desbarrar, se tiran en grupo a hacerle cosquillas. Sí, sí, cosquillas.
Yo sospecho que aquí, que veo pocos masáis, japoneses y aún menos zo’és estas prácticas tendrían poco éxito. Sugiero dejar al interfecto gestionar como pueda su mal rollo. Pero, ojo, también les digo. Si además de quejarnos y mosquearnos no acabamos el día riéndonos de nosotros mismos y aceptando con humildad nuestra tontería a la mañana siguiente no haremos otra cosa más que el tonto.
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