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A Son de Mar
Comentábamos la semana pasada que Celia Viñas, en solo un año, se gana el afecto y el respeto de la ciudad. Lo logra con un plan deliberado. Su padre fue depurado y sus ideas no eran exactamente las que imperan en los años de posguerra. No se reconoce en los ritos de la Falange y se muestra tan contenta por no tener que ir a los funerales de José Antonio y quedarse en el hotel con una lata de sardinas y leyendo a Whitman. El enfrentamiento frontal resulta absurdo. Conoce bien los problemas con el clero de otra compañera en Huesca por recomendar 'Pepita Jiménez'. Prefiere ganarse las voluntades y seleccionar a los que mejor se acomodan a sus ideas. Tiene 27 años y elige así al padre Gallego como director espiritual: es de los pocos que aseguran que se puede bailar. Y, paso a paso, este admite que los alumnos citen a Lorca o a Unamuno.
Una mujer no puede aún ir sola a un cine. Pero esta mujer se convierte en la primera referencia intelectual de la ciudad junto a Perceval. Para ello tiene que llevar una vida externa ejemplar y sorprender a todos por su increíble capacidad de trabajo. El instituto se convierte en su familia. Cuenta con orgullo sus escaramuzas con La Salle para conseguir los mejores alumnos: los suyos destacan ya en Granada, obtienen todo tipo de premios, pero ¡ay! La Salle los vapulea siempre en baloncesto. Intenta implicarse en los deportes y cuando asiste a un partido de fútbol entre Atlético Aviación-Murcia, reconoce que en su vida "había oído tales palabras, insultos".
Lo cierto es que ahora la gente la saluda por la calle. Las autoridades la escuchan. Y ella puede dedicarse a su vocación: "creo que lo hago bien y estoy contenta con mis clases". Es la clave. El director, Francisco Saiz, la apoya. Logra becas. Es capaz de llevarse a los alumnos al gallinero para hacer de claque y vean unas obras de teatro bien representadas. Le da protagonismo a los chicos. Van a las radios, hacen exposiciones, salen en el diario sus trabajos. Y ella, la número uno, es la que menos suspende. En los exámenes de los pequeños, oye las llantinas, se acuerda de su ingreso y, cuando ve que una niña comete un error, la avisa a tiempo. Recordemos que hablamos de un momento en el que pegar e insultar era algo casi recomendable en las aulas. Sobrecoge un poco leer que al año de llegar se dijese ya, en broma, que el nuevo instituto debía llevar su nombre.
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