
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Sánchez desencadenado
Aquel 8 de diciembre del año 1968 también fue domingo y, como todos los domingos, los cuatro amigos subimos a la Alcazaba, yo con mi guitarrita tamaño cadete que mi padre me compró varios años antes en la tienda de Richoly de la calle Hernán Cortés para ver si me daba por ahí y me mandaba a Educación y Descanso, tras el Teatro Apolo, a dar clases con el prestigioso maestro. Al pie de la llamada Torre de la Pólvora, nos sentamos en el pretil del Paseo Ramón Castilla, sobre el Mesón Gitano, y mientras planeábamos la salida de la tarde nos explayamos, hasta la una de mediodía o así, cantando las canciones que componían nuestro corto repertorio, sobre todo las nuevas que traíamos, aprendidas de los cancioneros que comprábamos en Sánchez de la Higuera, en el Paseo, o que yo había “sacado” –decíamos– por mi cuenta: Cuéntame, Anduriña, Sorbito de champán, La casa del sol naciente, Perfidia, Hey Jude… Nuestra música, entonces, volaba en el aire limpio y se derramaba mágicamente, creíamos nosotros, por sobre la Calle Fernández, la del Encuentro, el San Antón, el Reducto –“reduto”, decían–, la Plaza Pavía, la Hoya y la Chanca en otra de aquellas mañanas de domingo azules y claras del tibio otoño almeriense. Y había un grupo de niñas que llamó la atención de mis amigos, a los que insistí en que no se distrajesen de lo que nos llevaba al lugar todos los domingos, que era cantar. Ellas se convirtieron, sin embargo, y para gran satisfacción nuestra, en nuestro público. A cada canción, en efecto, las chicas estallaban en aplausos:
–¡Muy bien!
–¡Qué bien cantan!
–¡Otra, otra, otra…!
La que parecía líder del grupo era rubia, pecosilla, con el pelo en melenita, el corte denominado, supe más tarde, Bob. Lucía un vestidito de punto color celeste de manga corta y unas bailarinas sin calcetines. En la época había fechas del año muy señaladas, en que, especialmente las niñas, estrenaban ropa y zapatos, y uno de esos días era el de la Inmaculada. Naturalmente, el estreno requería “darse una vuelta” para el lucimiento de lo estrenado, y ese era el caso de nuestro improvisado auditorio, o por lo menos de una de aquellas niñas: la rubia pecosilla de la melenita y el vestido azul que tanto me gustó. Aquel Día de la Inmaculada, Día de la Madre también en la época, cambió mi destino. Encontré a la que compartiría conmigo el resto de la Vida y sería madre de mis hijos y abuela de mis nietos.
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