Seve Lázaro, Sj

Transformar las cruces de nuestra vida

Opinión

Que duda cabe que las fiestas de la Semana Santa, sobre todo en ciudades como la nuestra, donde, además de la liturgia, abundan las procesiones, ponen el foco en el verdadero protagonista de nuestra fe, Jesús. Está bien que el protagonismo lo tenga Él, y que el trabajo espiritual nuestro de estos días sea ése que San Ignacio nos recuerda en el nº 195 de los Ejercicios Espirituales: “considerar lo que Cristo nuestro Señor padece en su humanidad o quiere padecer, según el paso que se contempla”.

Pero reconociéndole esa primacía a Jesús, tenemos que recordar que el sentido profundo de todas las fiestas cristianas apunta a cada uno de nosotros, los seguidores de Él. Y la celebración de cada uno de estos tres días será una verdadera fiesta, si es punto de llegada de un camino recorrido durante la cuaresma: ¿Realmente se ha dado en mí algún avance, estos últimos cuarenta días, en el parecido con ese Jesús al que ahora contemplo?

Porque de lo contrario, nos quedamos en una visión incompleta de la Semana Santa, admirando a un Jesús, que sí, que vamos a ver pasar a nuestro lado, por nuestras calles, en nuestras iglesias, pero sin que eso que ahí vemos tenga nada que ver con nosotros. Sino acabamos, lo que sería aún peor, pensando o creyendo que lo que estamos viendo y celebrando es una repetición de una historia que sucedió hace 21 siglos, y que el escucharla o verla, como mucho, nos pone un poco tristes.

Estamos en Viernes Santo y el foco de este día, se dirige a la cruz. En ella vislumbramos lo más universal de la humanidad y lo más específico del cristiano. Lo universal es el dolor, el sufrimiento y el sinsentido por los que en tantos momentos camina nuestra vida. De esto no nos protege la fe. Como cualquier ser humano estamos expuestos a ponernos enfermos, sufrir la muerte de un ser muy querido, ser traicionados, tener un accidente, perder el empleo de muchos años, ver naufragados muchos de nuestros más profundos sueños o llegar a ancianos y saber que el final está cerca. Pues bien, poco nos ayuda cualquiera de estas cruces si nos deja petrificados ahí, como hombres y mujeres condenados a sufrir o morir sin esperanza en este valle de lágrimas. Porque no es este el sentido cristiano de la cruz, por más que muchas veces la hayamos presentado así. La cruz cristiana es una cruz pascual, llamada a transformarse, a resucitar. Fue la actitud de Jesús, cargando con ella y dejando en ella su vida, la que alumbró ese nuevo significado que para nosotros tiene.

Así que nada de cerrar los ojos a cualquier situación de adversidad que nos venga, nada de negar la realidad en sus aspectos más crudos de dolor, nada de huir de los problemas y de los conflictos, sean los nuestros o los de nuestros prójimos sufrientes. Por el contrario, cargarlos al hombro y caminar con ellos a cuestas, convencidos de que Dios mismo se volverá cireneo nuestro si nuestras fuerzas flaquean. Y cuando en alguna de esas cruces nos toque entregar la vida, darla, confiando en aquello que el joven e indefenso sacerdote de Bernanos le decía a la señora Chantal, ante la muerte prematura de su hijo: “—Lo que sí puedo asegurarle -le dije- es que no existe un reino de los vivos y un reino de los muertos; sólo existe un reino: el de Dios, donde están los vivos y los muertos, y nosotros nos hallamos dentro.”

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