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Como es sabido, las celebraciones que hoy terminan son una fiesta milenaria, que se ha ido enriqueciendo con múltiples tradiciones exitosas, propagadas por la potencia hegemónica de turno. Desde las Saturnales de la roma republicana, para ya, en el Bajo Imperio, pasar a la Navidad. Hasta llegar al modelo actual, un fenómeno global, estandarizado por los cánones estéticos que emanan desde los Estados Unidos, como brillantes luces, rechonchos y rojos Papas Noel, junto a chalecos chillones.
España, como potencia cultural histórica, también ha aportado algunos elementos a esta miscelánea. Desde la difusión y mejora de los belenes napolitanos, a los mantecados y turrones, que han devenido en souvenir turístico. Pero ninguna tan exitosa como los dos sorteos de lotería de Navidad: tanto el que marca el inicio oficioso de las festividades, el 22 de diciembre, como el que determina su final, hoy con el sorteo del Niño. Por mucho que se adelante el encendido de las luces, ningún elemento navideño precede a la venta de los décimos, que se pueden comprar desde principios de julio. De este modo, se buscan sinergias con nuestro principal motor económico, el turismo, aunque sea a costa de favorecer la desinformación con la exitosa campaña publicitaria estival “¿y si toca aquí?”, que desde hace una década nos intenta convencer, falsamente, de que la mejor forma de maximizar tus oportunidades es distribuir el gasto en lotería por todo el país.
Los dos sorteos navideños son los productos más exitosos de nuestra empresa pública más rentable, Loterías y Apuestas del Estado, con un beneficio neto anual superior al que obtienen, conjuntamente, Aena, Puertos del Estado, Paradores, Correos, Renfe y Adif. A lo que habría que sumar el 20% que se lleva de los premios superiores a 40.000€, o las cotizaciones sociales de sus más de 12.000 trabajadores y vendedores. Esta empresa generaría unos ingresos públicos similares a los del IRPF de los no residentes, tanto particulares como empresas sin establecimiento permanente es España.
La lotería española es el sueño hecho realidad del gran ministro Colbert de Luis XIV, que defendía que el arte impositivo consistía en que los estados debían desplumar al ganso, metáfora de la ciudadanía, sin que chillara. Qué felicidad le daría ver las largas colas que se forman en las administraciones más famosas, de Doña Manolita al Gato Negro, pasando por La Bruixa d’Or, para pagar este indoloro impuesto a la ilusión o, más concretamente, a la ilusión de dar un pelotazo.
Sin embargo, para conseguir este milagro navideño hacendístico, el Estado se olvida de esa responsabilidad social corporativa que exige a las empresas privadas para proteger a los consumidores vulnerables. Pues no se duda en utilizar las técnicas publicitarias más eficientes y sofisticadas, contratando a nuestros profesionales más brillantes, desde Amenábar a Raphael o Monserrat Caballé, para favorecer la ludopatía lotera. O qué decir del uso y abuso que, con este cuestionable fin, se hace de la inocencia asociada a la infancia. No hay reparo en llamar a un sorteo del Niño, mientras se imprime la imagen del niño Jesús en los décimos de ambos sorteos, o en otorgar un papel protagonista a los niños y niñas del Colegio de San Idelfonso. Si hoy, en el sorteo del Niño, la suerte le ha sido esquiva, quizás le sirva de consuelo saber que ha contribuido a achicar nuestro tradicional, casi tanto como la Navidad, déficit público.
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