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No hay nada más cierto que esa famosa frase que suele decirse cuando metes las narices más de la cuenta donde no debes. ¿Cuántas veces no han escuchado eso de que la curiosidad mató al gato? Seguro que muchísimas. Yo era un crío muy inquieto, sobre todo en fechas navideñas en las que el ambiente en casa era muy distinto, con más visitas familiares y esa desesperación infantil de que llegasen los días de Nochebuena o de Reyes para ver si habían atendido a nuestras peticiones Papá Noel o los tres embajadores mágicos de Oriente. Con seis años recién cumplidos me llevé la primera gran sorpresa de mi vida. Andaba yo por el pasillo de mi casa una tarde de comienzos de enero, ejerciendo de gatillo curioso, camino a la habitación en la que dormían mis abuelos Carmen y Paco, que en ese preciso momento estaban en el salón jugando a las cartas. La puerta estaba cerrada, pero escuchaba algunos ruidos extraños, por lo que, como hubiese hecho también cualquier crío de esa edad que desea ver, quizás, a los Reyes Magos, giré el pomo y me encontré con un panorama que me hizo empezar a ver las cosas de otra manera. Allí estaban mis padres, de rodillas en el suelo, tratando de armar el Fort Glory de Playmobil, que precisamente era lo que había pedido en la carta que mandé a los ayudantes de Melchor, Gaspar y Baltasar ese año. Creo que sus caras expresaban mucha más sorpresa que la mía, por lo que no tardaron en decirme que los Reyes Magos se habían adelantado un par de días y les habían encargado (a mis padres) dejarme el juguete ya montado. Evidentemente me lo creí, como no podía ser de otra forma. Ese episodio no supuso ningún trauma para mí, años más tarde seguí encarando las fechas navideñas con la misma ilusión y, de hecho, creo que actualmente muchos niños y niñas estarían encantados de ver a sus padres en plan secreto montando sus regalos, pero hoy en día, en esta era digital, los regalos en vez de por piezas van por píxeles.
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