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Ofrece Abraham Lacalle (Almería, 1962) un trabajo plástico inmerso en el mundo mágico que nos rodea, expresado a través de los efluvios cromáticos que danzan en sus espacios. Unas veces se adentra en bosques, lugares umbrosos, si no, trascurre por campos abiertos, rescatando del olvido edificios abandonados yacentes en el sueño profundo de su pasado. Lo expresa el pintor mediante la simbología del color, cuando sus tonalidades se transforman en vocabulario sensitivo, ajustada su intensidad según la emoción, sorpresa o curiosidad surgida ante cada uno de los paisajes que recorre en su aventura plástica.
Son sus imágenes visiones fantásticas liberadas de la razón de la mirada, en caída libre hacia el fondo mágico del subconsciente, dotando los objetos de tonalidades intensas, estridentes a veces, extrañas a la memoria real, configurando con su conjunción un trayecto onírico, libre de ataduras lógicas, mirando con el sentimiento del momento los paisajes vibrantes, susurrantes, envolventes formas separadas del color, el cual fluye interrelacionándose entre sí, conformando árboles, piedras y plantas un cosmos único, en continuo diálogo, siendo el artista quien ha osado perturbar su eterna letanía rítmica.
La realidad es reconfigurada por el pintor, introduciéndose en aquellos planos invisibles a la contemplación rutinaria, descubriendo el pulso latente adherido a las formas que definen el entorno.
Abraham Lacalle continua en su estética particular, la cual varía en la descripción de las diferentes escenas, que sustenta el discurso oportuno que cada exploración plástica suscita, ahondando en la esencia de la imagen, la cual disecciona, separándola del reflejo sensitivo proyectado en su observación, cuyo retorno interpreta en la descripción cromática plasmada en sus piezas.
Elimina los elementos innecesarios en su obra, centrándose en el esquema básico que define el medio, el color que crea el alma del ambiente, el rastro de su densidad para equilibrar el momento de su pulso, la conjunción de gamas en las que estructura el espeso diálogo, que genera la sorpresa del instante. En este escenario el espectador participa con los sueños que incluye en él, escrutando cada uno de sus rincones, el halo desprendido entre las formas, el agobio o inquietud surgida en su visualización. No basta ser buen pintor para realizar un buen trabajo artístico, sino que hace falta añadir inteligencia y originalidad en la conjunción de tonos, consiguiendo reflejar en su obra la idea proyectada. Es por lo que Abraham Lacalle nunca defrauda, mostrando siempre su valía.
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