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Una torre de señales en la isla de Faro, en Alejandría, del siglo III a. C., acabada de construir en el reinado de Ptolomeo II, que fue la tercera maravilla del mundo antiguo más longeva -hasta que acabó en ruinas y desapareció en la segunda mitad del siglo XV-, es el más remoto precedente, e incluso razón del nombre, al adoptarse el de la isla, de los faros levantados en las costas. Alumbraban, muchos siglos atrás, mediante hogueras, hechas con madera, alquitrán, brea, aceite o gas, hasta que aparecieron las primeras linternas, lámparas y lentes. Aunque siguen dando señales, sistemas de localización como el GPS prestan bastante más utilidad. Además, quedan ya pocos fareros, que vigilaban y mantenían los faros donde vivían. Por eso los faros acabarán por hacerse vestigios de las antiguas señales marítimas, cuando la tenebrosa inmensidad de los océanos se aplacaba en la proximidad del litoral, y los faros, luminosos en tierra firme, confirmaban la expectativa de los desembarcos y la acogida en los lugares de tierra adentro. También, por estar bien altos, los faros se hacen soportes de las antenas y dispositivos de las telecomunicaciones; esto es, no dan señales, pero sí lugares para la emisión de ondas. Y queda aplicarse, cada cual, el aviso a los navegantes, para tener en cuenta las advertencias que hacen más propicias las singladuras de los días.
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