De los silencios acumulados
Crítica
Muñeca Infinita prosigue la publicación de los libros de memorias de Dorothy Gallagher con ‘Historias que olvidé contarte’, un sobrecogedor y a la vez sosegado testimonio de la pérdida y la soledad
James Joyce: algo parecido al fracaso

La Ficha
Historias que olvidé contarte. Dorothy Gallagher. Traducción de Regina López Muñoz. Muñeca Infinita. Madrid, 2025. 110 páginas. 16,90 euros.
Resulta interesante la consideración habitual de Dorothy Gallagher (Nueva York, 1935) como verso suelto de la literatura estadounidense contemporánea, ya sea por su ajustada producción, por su adscripción a la no ficción o por, sencillamente, su fatigosa etiqueta de autora por descubrir. Más allá de sus textos publicados en The New York Times y revistas como Grand Street, su bibliografía se resuelve en sus dos biografías (respectivamente, del anarquista italoamericano Carlo Tresca y de la actriz, dramaturga y activista Lilian Hellman), sus tres libros de memorias (De cómo recibí mi herencia, Extraños en la casa e Historias que olvidé contarte) y Las hijas de Hannah, obra incluida generalmente en el corpus autobiográfico de la autora, aunque con algunos matices. Y eso sería todo, más o menos. Ni los grandes premios literarios, ni el establishment editorial más avezado ni el encanto fraudulento del mainstream han llamado a su puerta, pero lo cierto es que Gallagher ha escrito lo que ha querido, cuando ha querido, lejos de cualquier tipo de presión, fuera de los focos y con una sencillez primaria, incluso una cierta indiferencia doméstica, allí donde otros han montado sus sonoras alharacas sobre el mito del creador, la escritura o la vida, las ganas de volarle la cabeza al lector o el jugarse vaya usted a saber qué a cambio de alumbrar la gran novela americana. Gallagher escribe con la naturalidad con la que se respira, como si no tuviera importancia; y, llegado el momento, no hay más remedio que admitir que esto es lo más difícil. Para alegría de cada vez más lectores en lengua española, la editorial Muñeca Infinita ha publicado ya las dos primeras entregas de sus memorias y ahora acaba de poner en circulación la tercera, Historias que olvidé contarte, con la estupenda y afinada traducción de Regina López Muñoz.
Gallagher cuenta en Historias que olvidé contarte (título aparecido originalmente en 2020) el luto que siguió a la muerte de su marido, Ben Sonnenberg, editor y fundador de la revista Grand Street (operativa entre 1981 y 2004). Las primeras líneas de su relato rezan así: “Ben murió repentinamente una soleada mañana de junio de 2010. En octubre vendí el apartamento en el que habíamos vivido durante nuestros treinta años de matrimonio, metí a nuestra vieja gata en su transportín y nos mudamos los dos a unas pocas manzanas, al estudio en un cuarto piso sin ascensor que había sido mi oficina”. Y, sí, este comienzo contiene ya todo lo que pasará después. A medida que uno lee crece la tentación de comparar este libro con El año del pensamiento mágico de Joan Didion, lo que sería profundamente injusto; pero sí es cierto que, allí donde Didion pone una observación esmerada y analítica en sus emociones, con una profundidad abismal, Gallagher parece contentarse con regar los tomates que ha sembrado en su terraza, descubrir nuevas rutinas en sus paseos por Nueva York y recordar, recordar mucho pero a la vez con brevedad, tanto su vida compartida con Sonnenberg como algunos episodios que la precedieron. No hay nada parecido a la resignación, sino la templanza que requiere contar las cosas como son, desprovistas de cualquier ensamblaje intelectual, de cualquier maquinaria generadora de interpretación. Es ahí, en esa especie de verdad desnuda, donde Historias que olvidé contarte se exhibe como relato estremecedor y a la vez sosegado, como si fuera posible tocar el fuego sin quemarse o generar la ilusión al respecto. La lectura acoge un impacto certero, pero no hay ningún descubrimiento sensacional, ni nada que no supiéramos, sino la rutinaria, asombrosa y reconfortante certeza de que podemos llegar a entendernos con el otro en la pérdida.
En Historias que olvidé contarte hay, claro, silencios acumulados. Palabras no dichas, conversaciones pendientes. Especialmente cuando Gallagher se dirige a Sonnenberg, en una segunda persona de franqueza tierna y colosal, para reprocharle su gusto por hacer de cicerone con lectoras jovencitas o por corroborar el milagro que entrañan sus treinta años de matrimonio: “Cierto es que no había leído a Adorno, Gramsci o Lukács; lo había intentado con el Ulises una y otra vez y nunca había pasado de la mitad; por supuesto que luego no probé con Finnegans wake. Vale, leía a Proust, pero a mi ritmo. La música clásica me daba sueño. La poesía me causaba cierto rechazo, a menos que la cantaran Bob Dylan o Leonard Cohen o John Prine. Tampoco me llamaba mucho el teatro, que era la segunda cosa que más amabas, solo por detrás de los libros que yo no había leído. ¿Cómo iba a conseguir que no te cansaras de mí?” La escritura de Dorothy Gallagher se parece a lo que le queda a la literatura cuando le quitas toda la impostura, la soflama, la cultura, la trascendencia, el empeño, el sacrificio, la marca, el mercantilismo: acaso la verdad más honesta, el gesto más cómplice, la puerta que cruzamos sencillamente para sabernos acogidos. Por eso es imposible no amarla. Gallagher no habrá escrito la gran novela americana, pero le daremos siempre las gracias precisamente por ello. A cambio, si hay una escritura parecida a la amistad, es la suya. Viajando juntos, sabiendo las mismas cosas.
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