El Quijote de Ibarra (1780), una joya bibliográfica

E l doble sueño de Cervantes y Azorín refleja, como el «Noli tangere» de Correggio, el amanecer (desde 1839, en el Museo del Prado), aquel enunciado de Borges: «Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros». En el recuerdo, aquella lápida de azulejos blancos y azules de Talavera: «Aquí estuvo la Casa de Ibarra. Gloria de la imprenta española». «La più insigne stamperie d'Europa», como la consideró Víctor Alfieri. De la misma salieron más de 2.500 libros. En la estampa del pretérito permanece el taller de la imprenta, donde había 16 prensas y trabajaban más de 100 personas; entre ellas, los mejores pintores y grabadores de la época. «El libro es fuerza, es valor, es poder, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor», escribía Rubén Darío. Todos los oficiales, prensistas y cajistas sabían latín, acariciaban los lomos de aquellos tomos con la piel del silencio y vestían sus hojas con la letra que se recrea en el camino de las generaciones. Joaquín Ibarra Marín (1725-1785), el impresor de cámara del Rey y de la Academia había convertido en 1772 «La conjuración de Catilina» y «La guerra de Yugurta», por Cayo Salustio Crispo, con la traducción del infante don Gabriel de Borbón, en un volumen tan bellamente impreso que permanece en la floresta de los siglos como un símbolo de la perfección. Francisco Ambrosio Didot en los prolegómenos a su edición del poema «Dafnis y Cloe» y Juan Bautista Bodoni en sus «Comentarii al Anacreonte» le dedicaron los más encendidos elogios. «El Salustio», «El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha» (Madrid, 1780) y la «Historia de España» (1751) del padre Mariana las custodian los bibliófilos con la misma pasión con la que Sebastián de Covarrubias y Horozco se entregó a su «Tesoro de la lengua castellana o española» (1611).

Consagrado ya Cervantes como el primero de los clásicos españoles y uno de los más grandes de la literatura de todos los tiempos, «El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha» (1780) es una obra cumbre de la tipografía española y también europea, donde «relumbra el alfabeto diamantino». Un auténtico hito en la historia del libro ilustrado español, como señala Antonia Martínez. Los académicos pretendían hacer una edición lo más perfecta posible que superara todas las anteriores tanto españolas como extranjeras. Y, así, «una de las más hermosas obras tipográficas ilustradas de la cultura literaria en España» surgió, del mismo modo que «el Salustio», en aquella imprenta que estaba en una casa de la madrileña calle de la Gorguera (actualmente, Núñez de Arce), «que tiene cuarto bajo, principal, cocheras y caballerizas, que al presente la tiene arrendada en 6.000 reales vellón cada año, D. Joaquín de Ibarra, impresor de libros». El marqués de Grimaldi, que defendió ante Carlos III, el proyecto, manifestaba: «Ha merecido la mayor aceptación y aplauso del Rey el pensamiento de imprimir la historia de don Quixote…».

Neruda en los hermosos sintagmas que cantan lo eterno revelaba: «Quijotes increíbles, impresos por Ibarra». La fundición de tipos de Jerónimo Gil, el papel, comprado expresamente a Joseph Llorens, las tintas, dilectamente preparadas por el mismo editor, la combinación de la romana y la cursiva, el cuerpo del texto, en redonda, y los epígrafes y poesías, en itálica, eran la perpetuidad que buscaba aquella presea textual para el logro de la universalidad. El tipógrafo estadounidense Daniel B. Updike, maravillado por su armonía y bruñimiento y por el prodigio tipográfico que supone cada página, dijo que era la mejor edición del Quijote. Cada uno de los cuatro tomos, en folio, es una arquitectura que entreteje su perfecta simetría y que hace resplandecer una impresión tan artística como los cielos velazqueños de «La rendición de Breda». Ibarra esculpió cada palabra y cada párrafo y soñó con las manos el papel y las letras. «La obra la cuidó con un magisterio verdaderamente excepcional», señalaba Delfín Rodríguez en el fragmento que persevera en su infinitud. Su valor en algunos anticuarios alcanza los 15000 euros. En la película de Polanski, «La novena puerta», uno de los personajes, Boris Balkan, es un eximio coleccionista y crítico literario, que posee un Quijote de Ibarra. En la Casa Museo de Azorín en Monóvar, como me dice el director, D. José Payá, con sapiencia, erudición y saber cervantino, esta edición ocupa un lugar de privilegio y el gran escritor le dedicó los más máximos elogios en «Con Cervantes» (1947), en anotaciones de libros y en artículos sobre «El Quijote», que fueron más de doscientos.

El prólogo de la RAE, que hizo Manuel de Lardizábal, la vida de Cervantes y el comentario de la novela por Vicente de los Ríos, el retrato del genial novelista, basado en una copia de un original de Jáuregui o Pacheco, los dibujos y los grabados son primorosas metáforas que el tiempo ha hecho infinitas. Los frontispicios de los volúmenes 1 y 2 fueron dibujados por Antonio Carnicero y grabados por Fernando Selma. Pedro Amal dibujó los de los volúmenes 3 y 4 y Juan de la Cruz los grabó. El retrato de Cervantes fue dibujado por Joseph del Castillo y grabado por Manuel Salvador Carmona. Las restantes láminas fueron inventadas y dibujadas por Antonio Carnicero, Joseph del Castillo, Bernardo Barranco, José Brunete, Jerónimo Gil y Gregorio Ferro y grabadas por Francisco Muntaner, J. Joaquín Fabregat, Fernando Selma, Joaquín Ballester, Manuel Salvador y Carmona, Pedro Pascual Moles, Juan Barcelón y Jerónimo A. Gil. Para Armando Cotarelo, estas ilustraciones «vencen sin dudar a todas las precedentes, que ya eran muchas, así en colección como en libro, y vencen también a las inmediatamente sucesivas». El mapa, con el recorrido de don Quijote, elaborado por Tomás López, es la sapiencia homérica que indaga y descubre lo que la memoria no alcanza. La edición, mirífica, intelectual, solemne, y límpida como una égloga garcilasiana, renace como el diálogo del alba con la existencia en sus momentos más dulces. El texto, que sigue las ediciones de 1605 y 1608 de Juan de la Cuesta, para la primera parte, y la de 1615 del mismo impresor y la de 1616 de Pedro Patricio Mey, para la segunda, es el manuscrito que atestigua su memorable verdad. La literatura, la filología y aquella célebre imprenta habían hecho realidad un proyecto que convirtió la tipografía en el arte que descubre la compleja filosofía del Quijote y sus personajes, «estimulando el deseo de contribuir, en más de una manera, al lustre literario de la nación».

El Quijote de Ibarra (o de la Academia), el maravilloso vino que nos hace escritores en la tranquila brisa que los segundos nos regalan en la inmensidad. La prosa que convierte la rima en semántica de la armonía, cuando empezamos a ver la vida como en realidad es. El sendero por el que volvemos a soñar negando la mentira con aquellas lágrimas que algún día nos pertenecieron en el momento de la derrota; estremecida el alma y sola en la infinitud. La palabra que siempre vuelve al punto y aparte de un párrafo que emprende su aventura; impresa la estrofa que recitamos en los rincones míticos de nosotros mismos. El hipertexto que nos descubre la intimidad, mientras campanean las aliteraciones de la soledad, que acaso procedan de la misma voz.

La joya bibliográfica de 1780 del insigne aragonés, uno de los tipógrafos más renombrados de Europa en la época, es también la genialidad en el incesante mar que surca el sereno adiós de una generación a otra. La leyenda que se graba en el corazón, mientras el reloj de sonería de horas y medias y caja original en caoba moldurada eterniza su tic-tac entre la luz de un sueño compartido. El véspero y la aurora que reflejan la huella de los instantes. La fuente de aljófar y plata por la que fulge la sintaxis de un prólogo que despierta los sentimientos que constituyen la esencia del saber y de la cultura: «Desocupado lector, sin juramento, me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse».

Alto en la cumbre, más precioso que el oro, en la eternidad del amanecer, llega a mis manos el deseado original, el cual revela un secreto que no se olvida: EL INGENIOSO HIDALGO | DON QUIXOTE | DE LA MANCHA | COMPUESTO POR MUIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. | NUEVA EDICIÓN | CORREGIDA | POR LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. | CON SUPERIOR PERMISO: | EN MADRID | POR DON JOAQUÍN IBARRA IMPRESOR DE CÁMARA DE S.M. | Y DE LA REAL ACADEMIA. | MDCCLXXX. 4 vols., 22,5 × 30,4, exquisita encuadernación, plena piel de época, con alguna enriquecedora restauración, charnelas de piel, ruedas en planos, hierros en lomo con nervios y tejuelos, cortes dorados. Viñetas y culs de lampe firmados, capitulares. Enmarcado el nombre de la novela, «gloria del ingenio español y precioso depósito de la propiedad y energía del idioma castellano», en las preguntas que solo encuentran respuesta en el pergamino por donde fluye la historia con «letras finas, cabales como lebreles».

Ahora, con entusiasmo y pasión, releo, como si fuera el libro más hermoso, «La ruta de don Quijote» (1905); resultado de las 15 crónicas que publicó Azorín en El Imparcial con elegancia y primor, por encargo del director del periódico, José Ortega Munilla, padre de Ortega y Gasset, con motivo del III centenario de la aparición de la primera parte de la áurea novela. «Desde el 4 al 25 de marzo de 1905 los lectores de El Imparcial tuvieron la oportunidad de familiarizarse con una nueva firma. Se conmemoraba el III Centenario de la aparición de la primera parte del Quijote y el diario madrileño recurría a Azorín (Monóvar, 1873-Madrid, 1967) como enviado a La Mancha para seguir el itinerario del ingenioso hidalgo. Provisto de maleta, armado con un revólver y en compañía de dos libros, lápiz, notas y papel, el escritor salió una mañana en tren desde Madrid para alcanzar su primer destino: Argamasilla de Alba. Durante quince días visitó varios pueblos, transitó por sus calles, conversó con quien pudo y alquiló un carro, para sus desplazamientos, que guiaba un antiguo confitero de Alcázar de San Juan. El resultado fue «La ruta de Don Quijote», serie de quince crónicas que no tardó en reunir en libro». Vargas Llosa caligrafió en un párrafo que fotografía el estilo: «Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y Ia crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística».

El autor de «La voluntad» ante Cervantes: la mirífica prosa que descifra en su inefable sabiduría la recta música de las palabras. Una plenitud, inseparable, silenciosa, surge en aquella librería antigua con la voz deseada del manuscrito. «¿No es esta la patria del gran ensoñador don Alonso Quijano?». «¿No está en este pueblo comprendida la historia eterna de la tierra española?», escribió José Martínez Ruiz en las páginas preferidas. Infinita la metáfora, para saber que nadie olvida lo que la misma vida oye. «Hay en todo momento, una palabra, la justa. Esa y no otra».

Entre el Quijote de Ibarra y la dilección de Azorín. Cervantista y cervantino, en aquellos lugares que nadie olvida: Argamasilla de Alba, Puerto Lápice, Ruidera, la cueva de Montesinos, Campo de Criptana, El Toboso y Alcázar de San Juan. Con aquella prosa excepcional, menuda, detallista, precisa, geométrica. Fina, artística, sensitiva. Soñada en la brevedad del instante. «Con permiso de los cervantistas» (1948), ese otro tesoro azoriniano, tan claro como la luz.

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