Más que el reloj de cuco
El juez y su verdugo · La sospecha | Crítica
Coincidiendo con el centenario del suizo Friedrich Dürrenmatt, Tusquets relanza dos de los principales textos policiales del autor que se cuentan entre lo más selecto de su repertorio, 'El juez y su verdugo' y 'La sospecha'
La ficha
'El juez y su verdugo' | 'La sospecha'. Friedrich Dürrenmatt. Trad. Juan José del Solar. Tusquets, 2021. 176 y 224 páginas. 17 y 18 euros
Una famosa escena de El tercer hombre se burla de la cultura suiza. Mientras el Renacimiento italiano (dice Harry Lime, interpretado por Orson Welles), surgido entre luchas intestinas, puñales y venenos, produjo obras cumbre de la pintura y la escultura, el único resultado de quinientos años de paz en suelo suizo ha sido el reloj de cuco. Welles, o su personaje, comete una injusticia: olvida el expresionismo centroeuropeo, los primeros coletazos del dadá, olvida (esto es más disculpable) a Rousseau, olvida, también y sobre todo, a dos Friedrichs: Glauser y Dürrenmatt.
Precisamente el 5 de enero, víspera de la Epifanía, se celebraba el centenario del nacimiento del segundo de ellos. El orbe cultural en lengua alemana dedica al acontecimiento diversas reediciones, una exposición antológica en la sede de su fundación en Neuchatel, donde se conservan gran cantidad de manuscritos, borradores y pinturas, y una batería de mesas redondas hasta donde la pandemia las permite. Es de recibo recordar que, a pesar de su aparente anonimato para el público de aquí, a Dürrenmatt se le reconoce como el mayor dramaturgo alemán del último siglo después de Bertolt Brecht, y que sus novelas policíacas, de las que hablamos por extenso más abajo, suelen servir como texto de iniciación a quienes se introducen en su lengua por vez primera. Nos hallamos, entonces, ante un clásico con mayúsculas, uno de esos escritores de prosapia europea que no se amostaza ante las grandes cuestiones del destino humano, y que las asalta, además, con una amenidad y un nervio que nos invitan a agradecerle el esfuerzo. Hablar de moral, de justicia, de humanidad e inhumanidad, del Holocausto y todas las oscuridades que ha traído al mundo lo han hecho muchos otros antes y después de Dürrenmatt, pero pocos, hay que decir, con esa liberadora ironía y un último atisbo de esperanza que protege a la literatura de caer en la jeremiada y el mármol de Antofagasta, uno de los materiales más pesados que pueden encontrarse en este planeta.
En sus inicios, Dürrenmatt no veía a las claras si su vocación real se encontraba del lado de la literatura o del dibujo. Así lo testimonian varias salas de su fundación en Neuchatel, la casita entre las praderas alpinas sobre cuyas paredes se suceden sus cuadros, escenas de un raro colorido, retazos de expresionismo y surrealismo que conviven con episodios bíblicos y salvajes mitologías difíciles de reconocer. Nacido en Berna en 1921, hijo de un pastor protestante (como la gran mayoría de intelectuales alemanes), es durante sus estudios en Zúrich cuando comienza a interesarse por los dilemas filosóficos que alimentarán su obra y a llenar cuadernos de borrones, unos de témpera y otros de tinta china. En el año 1945, finalizado el gran apocalipsis europeo, la vida académica le tienta y baraja una tesis sobre Kierkegaard que no llevará a cabo; en su lugar acude al teatro, donde termina por hacerse crítico y, de vuelta a casa, imitar sobre papel lo que ve en los escenarios: su destino como literato queda definitivamente cerrado.
De hecho, la fama oficial de Dürrenmatt proviene de las tablas. La visita de la vieja dama, de 1952, es la obra que le catapultó al reconocimiento internacional, junto con Los físicos y El matrimonio del señor Mississippi, del mismo año. Desde su bautismo como libretista, no dejará de componer trabajos destinados a la representación, sea entre cortinones o frente a los micrófonos: gran parte de su producción, además de guiones para el cine, incluye ficciones radiofónicas, cuya venta a la radio estatal suiza le proporciona parte de su sustento en los primeros años. La otra parte, y eso es de lo que toca hablar en realidad, procedía de las novelas de detectives.
Coincidiendo con el centenario, Tusquets ha decidido relanzar dos de los principales textos policiales del autor que se cuentan entre lo más selecto de su repertorio: El juez y su verdugo (1950) y La sospecha (1952). Ambos fueron redactados en forma de folletín por entregas y aparecieron en la revista Schweizerische Beobachter antes de ser aclamados como dos ejemplos perfectos de su género: de lo que un escritor con talento, preocupado por cuestiones que rozaban la filosofía, la teología, la ética y la metafísica, podía hacer con el viejo molde del criminal y el detective cuando iba más allá de franceses y anglosajones. En esto, Dürrenmatt no era nuevo: antes de él otro compatriota, Friedrich Glauser, había hecho recorrer a su protagonista, el inspector Studer, los principales villorrios de su país y enfrentarse a la mojigatería y los prejuicios de quienes veían poco más allá de montañas y centrales lecheras. Al igual que Glauser, el otro gran prócer de la novela negra alemana, Dürrenmatt se inspira en el ejemplo de Simenon a la hora de delinear sus escenarios, el desarrollo de la acción, la mezquindad del crimen, el héroe que debe oponérsele.
El de Dürrenmatt se llama Barlach, es comisario y está a punto de morir. Un cáncer de estómago se lo come por dentro, lo cual no es óbice para que se enfrente al mal con todo el ímpetu que aún reside en el fondo de su alma y persiga al asesino hasta límites que rozan el absurdo. Pues el absurdo, heredado de su tradición expresionista y dadá, es uno de los ingredientes esenciales de la composición de Dürrenmatt, aunque a menudo permanezca en segundo plano y su eco se detecte sólo como en sordina: la atmósfera de fábula, de apólogo, de cuento filosófico, de delirio, flota sobre todo el relato y a veces hace dudar al lector de la verdadera intención de lo que presencia. Pero, aparte de sus veleidades teóricas, las aventuras de Bärlach son en primer lugar excelentes muestras de ficción policíaca: la trama está medida, estirada, trenzada en sus sitios precisos y funciona de modo impecable. En la primera de ellas, El juez y su verdugo, el asunto gira en torno a la perenne rivalidad entre el comisario y su némesis, Gastmann, implicado en este caso en la muerte de un inspector de policía con desenlace insospechado; la segunda, mejor todavía, La sospecha, narra la lucha formidable de un moribundo contra uno de lo más atroces criminales de todos los tiempos, en el contexto insólito de un sanatorio para millonarios. Dos lecturas que no debe dejar pasar el amante del género, o de la literatura en general.
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