Los límites de una amistad sin límites
Si en algo coinciden dos líderes tan diferentes como Xi Jinping y Putin es en celebrar públicamente la amistad sin límites que, según nos dicen, une hoy a China y Rusia. Obviamente, se trata de un relato compartido que favorece a ambos, pero ¿hay que creerlo? Como dijo Lord Palmerston hace ya dos siglos, las naciones no tienen amigos ni enemigos, solo intereses. No es la amistad, sino los intereses compartidos -a ambos les conviene debilitar el poderío norteamericano que dificulta sus planes de expansión- lo que hace de China y Rusia unos aliados ocasionales que solo lo seguirán siendo mientras les convenga para sacar adelante unos proyectos estratégicos que, tarde o temprano, serán divergentes.
Esa falsa amistad sin límites, que quedaría mucho mejor definida si la llamáramos complicidad temporal, se pone a prueba en la visita de Xi Jinping a Moscú. Putin, en un momento de especial necesidad política, espera mucho del líder chino. Pero, seguramente, va a quedar decepcionado porque Xi, que no se dejará presionar, hará justo lo que le conviene. Posará dando la mano a Putin en las fotografías de rigor, firmará acuerdos comerciales siempre que sean ventajosos para su país y compartirá declaraciones altisonantes en favor de un nuevo orden multipolar que se contraponga al imperialismo de los EE.UU. Pero no le dará armas al ejército ruso, ni levantará el discreto veto a las amenazas nucleares que amordaza al Kremlin, ni reconocerá la anexión de ninguno de los territorios que Rusia ha ocupado dentro de las fronteras de Ucrania internacionalmente reconocidas, Crimea incluida.
No es Putin el único que quedará decepcionado de la visita. Xi Jinping acude a Rusia vestido de pacificador, y eso puede haber despertado esperanzas entre quienes le ven como el único mediador que puede poner fin a la guerra. Pero, aunque lo fuera, ¿por qué habría de hacerlo? A China le convienen los apuros de Putin. Las sanciones occidentales al gas y al petróleo rusos permiten que las empresas chinas, como las indias, dispongan de energía a precios reducidos. Desde el punto de vista militar, es evidente que el desgaste en los frentes ucranianos del otrora poderoso ejército ruso conviene a Pekín. En el frente político, China, que aspira a reemplazar la influencia rusa en diversos lugares de África e Hispanoamérica, seguramente espera hacer leña del árbol caído. Puestos a soñar, ¿qué impide a Xi Jinping pensar que, si la guerra se alarga, Rusia caerá en sus brazos como fruta madura?
Si a Xi Jinping le conviene que la guerra se prolongue sin un ganador claro, ¿por qué propone un plan de paz? Probablemente, porque sabe que no puede tener éxito. Putin no quiere ni oír hablar del final que propone Xi -el respeto a la integridad territorial de Ucrania- y solo pone buena cara porque le conviene el principio: el alto el fuego inmediato y el cese de las sanciones le permitiría recomponer su industria militar y reforzar las defensas de los territorios ocupados mientras durasen unas negociaciones que él se encargaría de eternizar.
Ucrania, por el contrario, firmaría ya por ese final. Renunciaría sin duda a la pertenencia a la OTAN a cambio de la devolución de los territorios ocupados -Zelenski ya hizo esa oferta en los primeros días de la invasión- pero no está dispuesta a darle a Putin el tiempo que necesita a cambio de nada.
¿Y Occidente? Pues no hay por qué engañarse. El apoyo a Ucrania no es solo altruista. La guerra es un freno para la economía, pero tiene compensaciones políticas. De los apuros de Putin no solo se beneficia China. También lo hacen los Estados Unidos, que están debilitando a un rival estratégico. Se beneficia la OTAN, que renace de sus cenizas. Se beneficia incluso la Unión Europea, que encuentra argumentos para avanzar en la búsqueda de una política exterior y de seguridad común que refuerce su papel en el mundo.
No cabe, pues, ser optimista. No existen en política amistades sin límites, ni hay varitas mágicas que permitan terminar con las guerras. Quienes, por ingenuidad o conveniencia, creen o fingen creer que siempre es posible un acuerdo diplomático que beneficie a todos, olvidan que esta guerra no se libra por la seguridad de Rusia, como Putin nos dijo en los primeros días, sino por el territorio de Ucrania. Si el dictador ruso hubiera dicho la verdad, quizá sería posible encontrar un acuerdo que mejorase a la vez la seguridad de Rusia y de la propia Ucrania. Pero cuando la guerra es por el territorio, la diplomacia se convierte en un juego de suma cero. Lo que uno sume, lo resta el otro. Tiene que haber un ganador y un perdedor.
En estas condiciones, Putin ya ha confirmado que no se sentará a negociar con quien no reconozca las conquistas rusas en Ucrania. Ni siquiera Xi Jinping -y ese es uno de los límites de su amistad sin límites- está dispuesto a hacerlo porque debilitaría los argumentos que avalan su reclamación sobre Taiwán, basados precisamente en el respeto a la integridad de sus fronteras que es uno de los fundamentos de la Carta de la ONU. Zelenski, por su parte, tiene todo el derecho a no aceptar un alto el fuego hasta que las tropas rusas abandonen sus tierras.
Siento ser pesimista, pero todo indica que hará falta mucho más que una falsa amistad sin límites para que el mundo deje atrás esta guerra.
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