Cerro de San Cristóbal
El paraje tan emblemático como abandonad a su suerte (mala) por el ayuntamiento, fue lugar de romerías, viacrucis, rosarios matutinos, castillos de fuegos artificiales… y coso taurino
Acomienzos de enero me despedía por un tiempo de los lectores de Diario de Almería ya que el Instituto de Estudios Almerienses me había encargado la elaboración de una Guía de su mimada colección "Territorio, Historia y Arte", en este caso la nº 11, dedicada a los Toros. Concluida y presentada el pasado martes -previo a la conmemoración del 125º aniversario del capitalino coso de la avenida de Vílches-, me incorporo de nuevo a sus páginas. El coincidir la finalización del semestre sabático con el inicio de la Feria hace que este sea en el cuadernillo que durante la semana edita esta casa, al que al parecer, y con carácter vitalicio, estoy abonado.
Más allá del discurso maniqueo y sesgado de toros sí, toros no, el contenido de las colaboraciones feriales girará alrededor de aspectos curiosos y escasamente aireados de la Tauromaquia en relación con la Almería en fiestas.
Y para abrir boca nada mejor que ascender al cerro de San Cristóbal. Tan "atractivo" en la actualidad que hasta en dos ocasiones se incluye en el conjunto de las diez visitas guiadas previstas en el programa oficial como atracciones destacadas. ¿Tiene o no tiene imaginación el concejal responsable? ¿Es no es para que la BBC inglesa o la CBN americana vengan a grabar un documental sobre la trascendencia de la Feria almeriense y difundirla en el mercado televisivo internacional? Y por si alguien dudaba de su capacidad organizativa y sentido del ahorro, nada de gravamen al erario capitalino, al contrario: cobrando en euros al asistente. Lo que no aclara el programa (lo preguntaré en la oficina de Turismo) es si la inscripción conlleva la necesaria mascarilla antigases. Lo digo por la pestilencia que desprende toda la zona. Por el (mal) olor a la mierda acumulada de años en los alrededores del "santo" sin que al equipo de gobierno municipal se le caiga la de vergüenza la cara.
Y es que, apreciados lectores, no hay derecho a que la más bella atalaya (ya sin ironía) de la ciudad, desde donde se contempla las más espectacular panorámica de la bahía, de Cabo de Gata a Roquetas, esté abandonado a su (mala) suerte, comido de suciedad y sin que de una vez por todas la adecenten. Y no solo por los visitantes nativos o foráneos, que también, sino por los vecinos que en el barrio viven, tan dignos como los censados en Puerta de Purchena, pongamos por caso
En nuestra infancia y adolescencia acogía la quema de fuegos artificiales que luego se llevaron al cauce de la Rambla y últimamente al Paseo Marítimo. Era una Almería más amable y cómoda, menos fea y arisca. Con un presupuesto menor pero unos munícipes al frente del ayuntamiento con mayor compromiso por hacerla habitable a propios y extraños. Y ello a pesar de vivir en un régimen dictatorial que negaba las más elementales libertades democráticas.
Paraje de vía crucis, romerías y rosarios matutinos, sin el Sagrado Corazón y con una ermita centenaria habitada en el ocaso del siglo XIX por un ermitaño cuando menos peculiar. Miguel Rull se llamaba el hombre, quien debió morir con la pena de no alcanzar la alternativa. En la festividad San Cristóbal de 1876 fue el responsable de quemar el "castillo" y un lustro después el encargado de lidiar un novillo en la plazoleta -eso creíamos- al concluir la novena a la advocación titular.
Así se anunció, pero nuestro gozo en un pozo. Ocurrió que el bueno de Miguel Rull -a quien un acceso de misticismo, o la necesidad de ganarse el jornal con las limosnas de fieles devotos- cambió el oficio de pirotécnico por el de guardián del pequeño santuario, sin renunciar a su afición taurómaca ni a la pólvora de carretillas y cohetes. Al final ni becerro, ni banderillas, ni ná de ná: se trataba de un "toro que vomitaba fuego" -ensamblado en un carretón tirado por los mozos más brutos- al que tan proclives eran nuestros antepasados.
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