Política y economía, conflicto de poderes

Análisis

La sabiduría popular dicta que cuanto más dinero y poder se tiene, también es mayor la posibilidad de amasar mucho más de ambos; pero esto podría estar cambiando últimamente

Un hombre observa la información de la Bolsa de Tokio.
Un hombre observa la información de la Bolsa de Tokio. / Kimimasa Mayama / Efe

17 de agosto 2024 - 07:00

La sabiduría popular establece que cuanto más dinero y poder se tiene, también es mayor la posibilidad de tener mucho más de ambos. Pero esto podría estar cambiando debido a que las barreras que protegen a los más poderosos, tanto en términos políticos como económicos, no consiguen disuadir del intento a los aspirantes a ocupar sus puestos de privilegio.

La forma en que se relacionan la economía y la política es un asunto complejo por el que se interesa la economía política, una disciplina que intenta explicar la influencia de las relaciones de poder en las decisiones económicas. Podríamos remontarnos bastante más atrás en la historia para encontrar episodios rebosantes de relevancia, pero bastará con remitirse al estallido del esplendor liberal para apreciar los vaivenes recientes. A. Smith limitaba a la justicia, la seguridad y las obras públicas las funciones del estado. El resto debía quedar en manos del mercado, un mecanismo espontáneo y eficiente de asignación de los recursos que garantizaba el máximo nivel de prosperidad para el conjunto. A finales del siglo XIX y principios del XX la intervención del Estado en la economía era, sin embargo, perceptible de otras muy diversas formas. La acumulación de capital y la proliferación de los monopolios, sostenía Von Mises, no fue tanto el resultado del libre mercado, sino de la intervención directa del estado y la concesión de privilegios. 

La implantación del paradigma keynesianismo tras la II Guerra Mundial conduce al esplendor de las relaciones entre los poderes político y económico, hasta el punto de que en ciertos sectores especialmente dependientes de la contratación pública, el éxito de los negocios comienza a depender más de los vínculos políticos que de las capacidades productivas y competitivas de las empresas. El prototipo es el apoyo estatal a las grandes corporaciones que operan en el exterior. Especialmente a las grandes multinacionales estadounidenses implantadas en América Latina, donde la defensa de los intereses norteamericanos alcanza incluso a justificar la intervención directa en la política de esos países. 

Tan prolongada etapa de relaciones de poder entre la política y la economía comienza a quebrarse a finales del siglo pasado con la aparición de China en la esfera internacional, con la de internet y las redes sociales y con la globalización. El mundo se configura en torno a otros parámetros determinados por un cambio brusco en las relaciones de poder que M. Naim (El fin del poder, 2014) interpreta como más débiles que en el pasado. “El poder se está dispersando cada vez más y los grandes actores tradicionales (gobiernos, ejércitos, empresas, sindicatos, etc.) se ven enfrentados a nuevos y sorprendentes rivales, algunos mucho más pequeños en tamaño y recursos. Además, quienes controlan el poder ven más restringido lo que pueden hacer con él”.

Definamos el poder como la capacidad para imponer lo que ha de hacerse, que sería distinto a lo que se haría si esa capacidad no existiese. Para ser poderoso hay que resultar convincente, para lo cual se ha contado siempre con el apoyo de la coacción, pero esta es una herramienta con evidentes limitaciones, sobre todo si se trata de impedir que el poder se desplace de occidente a oriente, de las grandes corporaciones multinacionales a pequeñas y ágiles empresas que también operan en la escala internacional y, sobre todo, desde los que tienen más fuerza a los que tienen más conocimientos. Pese a ello, la relación ente poderes se mantiene en claves similares a las de siempre, aunque con resultados menos provechosos. El poder se consigue más fácilmente, pero es más difícil de utilizar y más fácil de perder, viene a decir Naim.  

La degradación del poder es el resultado de, por un lado, la proliferación de micropoderes ágiles y con capacidad de vetar y limitar el margen de maniobra de los grandes poderes tradicionales, y, por otro, de la superposición de tres revoluciones. Una primera de naturaleza cuantitativa, que tiene que ver con más cultura y educación, más longevidad y nivel de vida, más información, etc. La segunda es la revolución de la movilidad. La globalización y la reducción de los costes de transporte facilitan la transferencia de ideas y de modelos de vida que alimentan las expectativas. La tercera es la revolución de las expectativas crecientes y es el resultado de la agregación de las dos anteriores. Se resume en que la distancia entre las aspiraciones individuales y lo que se espera recibir de los gobiernos no deja de aumentar. Las tres revoluciones operan en la dirección de limitar el poder de convicción y coacción de los poderes tradicionales.

Los nuevos micropoderes son plurales y diversos y entre ellos abundan los de naturaleza fanática (terrorismo, guerra cibernética o propaganda) y corrupta, hábiles en el aprovechamiento de su capacidad para influir las decisiones políticas y económicas de los más poderosos. En la medida en que obstaculizan y vetan la acción de estos, terminan provocando la parálisis de los gobiernos y el debilitamiento de las instituciones. La degradación del poder abre una brecha para el desarrollo de movimientos sociales y políticos en evidente conflicto con la democracia. Naím hace referencia al separatismo, la xenofobia, las campañas contra la inmigración y al fanatismo religioso, entre los que tan fácilmente arraiga la fantasía populista. 

Las consecuencias de la fragmentación del poder pueden ser tan adversas, o más, que la excesiva concentración del mismo. Abundan los estudios que acreditan el creciente rechazo ciudadano a la concentración y escasean todavía las aproximaciones al fenómeno de la fragmentación, aunque al experiencia española proporciona evidencias de por dónde pueden ir los tiros. Por un lado, que la fragmentación desemboca en la coalición, donde el poder experimenta el debilitamiento propio de la cooperación en mínimos. Por otro, multitud de partidos políticos con reducida representación parlamentaria que demuestran una extraordinaria capacidad para influir en la asignación de los recursos a través de los presupuestos públicos.

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