Así de espectacular fue la Maratón de Nueva York para 'runners' almerienses
Relato deportivo
Las 26,2 millas más deseadas son una ‘party’ que te enamoran (más si cabe) de la Gran Manzana
Duro, es un maratón para gozarlo, no para buscar una marca
Nueva York 2022: la maratón postpandemia
Bendito sea el día en el que Fernando Pineda me devolvió la llamada antes que cualquier otra empresa. Fue en marzo de 2019 (año y medio antes del objetivo primigenio, la edición de 2020), estaba en la ducha después de una tirada, corta y mal planificada por entonces. “Sí, buenos días”, respondió este veterano atleta, CEO de Fernando Pineda Sport Trips, uno de los artífices de que hoy sea el deportista más feliz de la faz de la tierra.
No, no va a ser éste un texto autobiográfico, de autobombo tras un cruzado roto, en el que repasar de forma aburrida la historia que me llevó a plantarme el pasado 6 de noviembre en el Puente Vezerrano, en Staten Island, icónica salida del Maratón de Nueva York. Como tantos, uno lleva en la mochila de su mente los entrenamientos en solitario, los madrugones para correr con los ojos todavía pegados por las pestañas, los varios centenares de escalones subidos al sprint y las sentadillas con garrafas de agua durante el confinamiento, los sobresaltos de cuando el gemelo se estira más de la cuenta o cuando el isquio empieza a protestar... En eso soy uno más, con el mismo mérito de cualquiera que se calce unos tenis y haga sus tiradas, más o menos largas.
Sin embargo, tengo algo que me hace especial, además de una familia maravillosa. Y es que he podido cumplir mi sueño. Vivo en la mejor ciudad del mundo, Almería; trabajo en lo que más me gusta, el periodismo; tengo a mi lado gente maravillosa; pero siento algo especial por Nueva York. Parafraseando a Peret con Barcelona, NYC “tiene poder”. Espero poder transmitirles (o por lo menos embaucarles) en este relato. El del maratón más deseado del mundo, el de la experiencia deportiva más maravillosa que he vivido en 38 años.
Filípides nos legó la distancia de los 42,195 kilómetros para que todos los que somos adictos a correr, pudiéramos hacerlos un día entre Staten Island y Mannathan. No sabes lo que te perdiste, amigo. Atenas no tuvo que haber sido tu meta, te faltó llegar a esa pequeña isla, entonces todavía de nativos americanos, que hoy es la capital del mundo.
La Gran Manzana tiene algo más que rascacielos. Es una ciudad moderna, sin un casco histórico que hable de civilizaciones pasadas. Quizás por ello, transmite una vitalidad y un impulso hacia el futuro que te meten de lleno en tu propia película. Es un parque de atracciones viviente, una feria diaria, un álbum de los mejores filmes norteamericanos. Si Macaulay Culkin sobrevivió en Solo en Casa 2, ya les digo que ustedes no van a ser menos.
Todo este mundo animado se convierte en un largometraje de 26,2 millas (nuestros 42,195 kms.) una vez al año, con las honrosas excepciones de 2020 y 2021 (ésta última sólo para los no americanos). Gracias a su suspensión, pudo venirse mi pequeñajo a animar como el que más en la calle 59, entre la sexta y la séptima, justo enfrente de Central Park. Las dos decepciones anteriores por culpa de la pandemia, con la ‘pechá’ kilómetros de entrenamiento que ya llevaba en las piernas, se tornaron en el mejor aliciente posible. Así era difícil fallar, el muro de la milla 20 lo iba a saltar sí o sí.
Y eso que para los europeos los condicionantes siempre te exigen un mayor esfuerzo: vuelo de siete horas y pico de duración, el ‘jet lag’ se une a los nervios en la noche previa a la carrera, la alimentación está bastante alejada de nuestra dieta mediterránea, el día anterior a la carrera al final haces turismo y le das poco descanso a las piernas... Posiblemente todo lo que ponen los manuales maratonianos que no debes de hacer, lo haces. Vamos con los detalles: de la tostada de atún matutina, pasé al sándwich de maní del Starbucks; del plato de pasta o pollo, al perrito callejero; suerte que por la noche mis acompañantes estaban cansados y tiré de arroz y ensalada del ‘supermarket’.
Llega el momento de la verdad
El sueño es dificultoso, pese a que en mi vida he descansado en almohadas más cómodas que las del Hotel Park Lane. A las 3:00 AM (9:00 en España, con cambio horario en América el domingo del maratón incluido), los ojos son los de una brótola. No hay manera de cerrarlos. Mejor comenzar a ingerir algo, puesto que el traslado a la línea de salida es algo engorroso. Se trata de un día especial, pero los hábitos no hay que perderlos, no hay que innovar con los desayunos, puesto que te juegas retortijones que no olvidarías nunca en tu vida. Vaso de agua en ayunas con colágeno (a mi juicio, fundamental para los corredores que tenemos las rodillas machacadas por el fútbol) en el propio hotel mientras te pones la ropa y colocas el dorsal en tu camiseta; y un yogurt con cereales y un minibocata de aguacate con atún para las horas previas de espera a la salida del pistoletazo.
A las 6:00 AM, todos los corredores al hall del hotel. La hora que detestas cualquier día de entrenamiento marca el comienzo de la aventura. Como la montaña rusa cuando echa a andar. Ya no hay marcha atrás. Lo bueno de ir con una empresa como Fernando Pineda (la mejor empresa, permítanme el elogio), es que te recoge el autobús, te lleva al río Hudson, donde coges el ferry hasta Staten Island y disfrutando de la Estatua de la Libertad y el ‘skyline’ neoyorquino, empiezas a desayunar. Otro autobús hasta la base militar, a los pies del icónico Vezerrano Bridge, donde está el campamento de espera para tu salida. Las medidas de seguridad, ni que decirles que son excelentes. Allí sólo pueden ir los corredores y los corrales se convierten en la mejor clase de idiomas que puedas tener en tu vida. Como el mundo es así de curioso, entre ‘beagles’ y cafés que reparte la organización para los que hayan ido en ayunas, conocí a Francisco Cáceres, de Pulpí, primo de quien me pasaba las crónicas del Pulpileño hace unos años. Un fenómeno.
“A sus puestos. Listos, ¡ya!”. Bueno, no es así exactamente. Desde las 8:00 AM que llegamos hasta las 10:20 que salía la ‘wave 3’ (te reparten por oleadas de salida, dependiendo de la marca a la que aspires), hubo tiempo para entrar tres o cuatro veces al servicio (ejemplar la cantidad de ellos que hay en todo el recorrido), colocar lo geles de forma metódica en el cinturón, echar la ropa de abrigo vieja que has de llevarte a los contenedores de la beneficencia, algún que otro rezo, volver a repasar los geles, escuchar el himno americano, echar cientos de fotos, repasar cual cabezota lo ya repasado y disfrutar como un enano cuando arranca el “New York, New York”, de Frank Sinatra. Es el pistoletazo de salida, acompasado por las palmas de todos (incluida la policía, que participa en el espectáculo como la que más) y que te obliga a contornear las caderas mientras las piernas se activan. Tres años después, ¡allá vamos!
Todos los tópicos que te dicen se van cumpliendo zancada a zancada. Recuerdas al amigo (en mi caso, mi querido doctor Ríos) que ya lo había corrido y que te dijo que “es una carrera para disfrutar, no para buscar marcas”; al atleta que te ha entrenado y que te aconsejó “baja el ritmo en los puentes, Nueva York es un maratón duro”; al youtuber que recomendó en el vídeo “bebe abundante agua, pero no Gatorade si no estás acostumbrado”... Uno a uno, todos se van convirtiendo en máximas que es mejor obedecer para que Nueva York te dé lo mejor que tiene.
Y comienza a dártelo nada más salir del primero de los cinco puentes, el de Vezerrano, que conecta Staten Island con Brooklyn. El barrio latino, por el que prácticamente haces medio maratón, es lo más parecido a subirse a los coches de choque y estar escuchando su pegajosa, aunque encantadora melodía. Los vecinos forman un pasillo lleno de carteles, confetis, cencerros, música, charanga... Un contraste bestial con la milla y algo por la que el maratón transita por la zona de los judíos ortodoxos, donde no se escucha una mosca. La mente está en otra galaxia distinta, van cayendo los kilómetros sin que uno se dé cuenta. Ojo, sí hay que estar atentos a la hidratación (cada milla había puestecicos), puesto que el desgaste es bestial y la humedad neoyorquina poco a poco te come.
De Brooklyn a Queens en un plis plas. A la izquierda comienza a verse Manatthan, al que se accede por el primer gran repecho: el puente de Queensboro. Un kilómetro de pendiente hacia arriba, importante, y otro hacia abajo igual de importante porque en las bajadas es donde más fibra se rompe. Con cabeza, sin forzar la máquina en este kilómetro 25. Curva para salir del puente y, de repente, la segunda avenida en todo su esplendor. Miles de personas tras las vallas. Pero miles de verdad. Es el momento en el que te das cuenta dónde estás, con cheerleaders, bandas de música, cánticos al más puro estilo góspel...
Sí o sí, la cabeza manda
Ahí llega el muro, el hombre del mazo, la pájara. Desde la calle 59 hasta la 126, todo subida. El Bronx, el mítico Bronx, te espera. Las fuerzas ya flaquean y entras en un barrio en el que has oído que es mejor correr, sobre todo si se te ocurre ir por la noche, pero que en el maratón es tan festivo como el que más.
Para lograr dorsal, lo mejor es ponerse en manos de una agencia como Fernando Pineda
En cualquiera de los seis Majors, los dorsales están muy cotizados. Se pueden lograr a través de Internet acreditando marcas o ganando un sorteo, aunque lo más seguro y cómodo es a través de una agencia deportiva. Y la experiencia me permite recomendar a Fernando Pineda Sport Trips. Esta empresa andaluza, capitaneada por Fernando Pineda y Noemí Pacheco, te facilitan la obtención del dorsal, además de programarte un viaje fabuloso, con estancia, turismo y traslados. Además, compartes entrenamientos con profesionales, caso de Fabián Roncero, y batallas y experiencias con 'runners' de toda España que nos ponemos en sus manos.
Ahora toca bajar. Último puente, giro a la izquierda y Central Park a tiro de piedra. Obligas a la mente a no desfallecer, a correr sí o sí, a no caer en la tentación de parar. Son alrededor de tres kilómetros en un parque que es una auténtica pasada y donde está situada la meta. “¡¡Paaaablo!!”, se escucha a falta de 800 metros en un claro castellano de Costacabana. Ahora sí, frenazo y a repartir besos. Es tu momento, el minuto de gloria que te has guardado para tu familia, para una foto imborrable, para darle las gracias infinitas por apoyarte siempre a que tu sueño no se escapara, por cansado que estuvieras en los entrenamientos. No hay glucógeno como su cariño y apoyo.
¡Yaaaa sííííí! Cartel de la milla 26, la meta está en tu mano. Da igual lo fuerte que seas o lo mucho que te creas que controlas a tu mente, el llanto está asegurado. “Congratulations!”, mientras te cuelgan la medalla (y paseas los días posteriores con ella al cuello, una tradición). Cansancio, dolores, algún que otro mareíllo y bocanada de tanto ácido láctico. Los sueños cuesta alcanzarlos. Has terminado, radiante, el mejor maratón de tu vida. Ahora empieza otro, igual de motivador o más , el de la semana de turismo por la capital del mundo: Nueva York.
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