Viejas campanas de Almería
Cuenta y razón
Contaba mi amigo Juan Mena Enciso una historia vivida por un familiar suyo y que databa de la guerra de 1936 cuando, aprovechando la ausencia de la Virgen de la Asunción, se había despojado de las campanas a la iglesia de Huércal-Overa y, finalizada la contienda, vuelta la señora, y ya su casa en restauración, llegó la noticia de que en Águilas, creo recordar, se había formado un depósito en el que había campanas de todo tipo. Y allá que fue una comisión con la esperanza de dar con ellas. Miraron y remiraron y ya estaban a un paso de rendirse cuando el primer edil exclamó: !Estas…! ¡Estas son! y así, con una mentira piadosa se llevaron los huercalenses las campanas más gordas para su pueblo, cosa posible por vivir ellas lejos y sin inventariar. Se podría decir que a las campanas sólo las conocemos de oídas.
Tocan a gloria por las cosas grandes, como el resucitar de Cristo o la coronación de su madre, y por otras que no lo son tanto: como la llegada en barco de Isabel II en 1862 o la del obispo Meoro en 10 de mayo de 1848, anunciada por la campana de la Vela, mecha prendedora del repique general que le acompaña en falúa al desembarcadero y como son las siete de la mañana, hora buena para nada, su ilustrísima se ve matando el tiempo con picatostes y chocolate, en la casa porteña de don Bartolomé Greppi, hasta que a las nueve, ya las calles puestas, las campanas otra vez al vuelo, cabildo y ayuntamiento, coches, música, maceros a caballo y un inmenso gentío llevan a la Catedral al nuevo obispo como regalo del padre santo, y dulce, Pio Nono…
Y tocaron también a pena lamentando la muerte o avisando de su peligro ya viniera del hombre o de otros elementos como el fuego, en un reglado lenguaje que en 1874 era un repique ligero al que seguía una campanada si el incendio era en el Puerto, dos si en la parroquia de la Catedral, tres en Santiago, cuatro en San Pedro, cinco en San Sebastián y seis en la Vega. Sobre los templos de la ciudad, la campana de la Catedral siempre tenía la voz sonante, por orden de la autoridad o por el real que pagaba cualquiera que anunciara un fuego, aunque fuera falso, tal como ocurrió en 1886, inocentada inocente, nada que ver con el monigote que en la espalda le puso la vida a Andrés el Campanero para que lo empujara 1924 por la ventana de la torre en la calle Velázquez.
Igual que a fuego tocaban las campanas a agua: un repique general de la inundación del 11 de septiembre de 1891, repetido el 19 de octubre y que vació -para nada y a Dios gracias- Las Almadrabillas, Alfareros, Regocijos y San José. Y lo mismo que para fuera tañían para dentro, en toques reguladores del culto en un lenguaje extraño para cualquier oído que no fuera el de don Diego Casanova de Párraga, aquel sabio de Almendricos, al que le descubrí la de campanólogo entre las carreras que poseía. Son muchas las campanas de la provincia: baste pensar en sus 103 pueblos a una media de dos por iglesia, a las que habrían de añadirse las de otros templos, miles, y las sus parientes pobres: esquilas y cencerros ganaderos, campanillas de la arriería… Una legión que yo voy a limitar a unas cuantas campanas de la ciudad, sin tener en cuenta las conventuales de Santo Domingo, Trinidad y San Francisco que en 15 de marzo de 1837 fueron malvendidas a mayor pena de Mendizábal.
En la Concepción, Puras para los amigos, hay dos campanas entre rejas y celosías, para concordar con la condición de clausura del convento; una de ellas, vuelta a fundir en 1880, renace criatura de veinte arrobas que yace dos meses al pie de la torre, hasta el 6 de diciembre de aquel año en que trepó al campanario para impresionar con su timbre dulce, mucho, casi tanto como los pasteles que saborearon los invitados del capellán a aquel bautizo.
En San Sebastián hubo una campana achacosa que, tose que te tose, en 1875 se agravó hasta el punto de que ochenta viejas de la parroquia, en coplilla popular, mostraran el deseo:
De jubilar la campana
Que el son ha perdido ya
A causa de hallarse rota
Y abierta por la mitad.
La feligresía no se explicaba como, siendo el suyo el más rentable de los templos, no podía destinar un dinerillo para refundir un bronce que va a estar, toc, toc, tocando hasta 1881 en que perderá el badajo…
Una pérdida parecida a la de San Pedro que cuando al pasar por delante del templo la procesión del Corpus, 23 de junio de 1878, era tanto el entusiasmo que en el repique ponían los monaguillos, que el badajo de una de las campanas sale despedido, para clavarse en el suelo, en el único hueco existente entre el gentío… para que luego se diga que no es Pedro santo milagrero. Y allí se quedó la campana sin badajo, tocada por un mazo o la coz de una herradura, hasta que, refundida, fue repuesta un día de 1881 y bautizada, “Santo Cristo… de la Salud”, por razones obvias.
A las nueve de la noche del 23 agosto de 1883, la campana gorda de la Catedral hizo la señal de fuego y en seguida las demás torres de la ciudad la siguen en el aviso: en la plaza de Bendicho la casa del exalcalde don Onofre Amat ha echado a arder cuando uno de sus hijos, con algún año de más para ser niño y un hervor de menos para ser hombre, se ha puesto a jugar con un quinqué de petróleo…
La campana de la Alcazaba -de la Vela para todos, menos para ella, que se presenta “María de los Dolores”- en el verano de 1886 enmudece, puede que por el calor y aún se se dice que es por un hombre, se dice que si es por dos, y por esto habrá que apostar: el alcalde que no paga, y el campanero que quiere cobrar. Es la más popular de nuestras campanas, suena sobre la mar, la vega y las murallas, es verso y canto popular y aún fantasía: dicen que cuando en 1765 la fundieron, le echaron al bronce una moneda de plata de Carlos III… yo no me lo creo y me da que tengo razón y si no miren a Celia Viñas diciendo en 1949 lo mismo que digo yo:
Que te fundieron de plata
¡ay qué mentira más linda,
campana de la Alcazaba!
Que te fundieron
cantando por fandanguillos
los plateros.
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