Tuvo Almería un motín que acabó en garrote vil

Cuenta y razón

Narración de un sangriento episodio del mar de Almería que llevó al patíbulo a tres muchachos

Viejas campanas de Almería

Ilustración de los tres condenados / José Luis Ruz Márquez
José Luis Ruz Márquez

29 de septiembre 2024 - 08:00

Puerta de la cárcel, calle Real de Almería y ocho de la mañana del 25 de octubre 1878. Tres jóvenes reos Domingo, Teodoro y Manuel, destacan sobre un carro, escoltado por guardias civiles, carabineros y soldados de marina y de secano; parecen tranquilos y a veces hasta sonrientes, cuando en realidad van aturdidos por las palabras de los curas y sobre todo por el clamor del inmenso gentío que marca la ruta al carro que toma calle abajo para torcer por el convento de la Trinidad y dirigirse a Las Almadrabillas a un anchurón junto a la fábrica del Gas en el que se alza un patíbulo, obra chapuza, sin nada de los carpinteros que se han negado a realizarla.

Sentados los tres, Domingo en el centro, Teodoro pregunta:

-¿Me perdonas, Manuel?

-¡No! Por ti me veo aquí.

Le responde sin tan siquiera mirarlo; por eso no ve como hinca el pico Domingo y luego Teodoro y finalmente él… levantándose entonces el clamor de los muchos espectadores, miles, que el cierre de comercios y talleres ha producido el efecto contrario del perseguido por los detractores de la pena de muerte, pues si bien ha llevado a los propietarios a los pueblos, deja en la ciudad la clase popular con tiempo y ganas de presenciar tan morboso espectáculo. Los tres muertecicos -diminutivo que uso en razón de sus 18, 19 y 21 años- quedan expuestos a una nueva curiosidad, cuando a las cuatro y media de la tarde el verdugo desata los cadáveres. Iba ya por el que fue Manuel en vida, cuando se hunde el tablado, cayendo los dos al suelo resultando lesionado en una pierna el ejecutor, en lo que parece toda una venganza post mortem del ejecutado que a la postre fue, con los otros dos, en ataúdes de vuelta, al cementerio seguidos del cortejo fúnebre más largo de nuestra historia.

El verdugo vuelve, escoltado, a los protectores muros de la cárcel de la que no saldrá hasta las cuatro de la madrugada de una Almería inocente por dormida. Sin otra cosa en el estómago que el par de huevos con arenques de la noche anterior, lleva, con el dolor de la pierna, un hambre atroz que al fin sacia, camino de Granada, en el ventorrillo de Gádor, con un desayuno fuerte, y tranquilo hasta que un arriero descubre su identidad al ventero que rechaza el cobrar y volea al camino, plato, vaso y cubierto, tal como si hubieran servido a un apestado… cuando en realidad es un pobre verdugo de los que llevan la carga de la ejecución a la par que la de la conciencia de una sociedad cobardona que se queda tan pancha maltratando al ejecutor y mandando cuatro telegramas al rey y a los políticos en demanda de indulto.

Ahora, a estas alturas, caigo en que les he hablado mucho del castigo y casi nada del delito que lo provocó. En la noche del 26 de diciembre de 1876, navega el bergantín “Liberto” en aguas de Almería; de capitán don José Agramunt y Figueroa, de contramaestre Diego Rodríguez, y de marineros Domingo Luzurraga, Teodoro Pidal, Manuel Otero y Florencio Mieytes. Ha sido un día perro que ha dejado de ladrar cuando el buque tiene a la vista la luz de cabo de Gata. El capitán, deja el revólver en la mesa y cae rendido en el lecho para dar un ronquido, involuntaria señal que pone en marcha el plan que, para quitarle la vida, el buque y el cargamento de sal de Torrevieja ha ideado Domingo y aceptado por todos menos por el borroso contramaestre que ha aguardado a esta última hora para dar el sí en forma de consejo:

-Rematad bien al capitán, o él sólo os matará a todos.

Armado de un hacha queda Florencio a la puerta de la cámara a la que bajan Teodoro y Manuel, con ganas de volverse, y un Domingo que toma el revólver del capitán y le dispara en la frente dos tiros que en vez de dormirlo para siempre, lo despiertan y aún cegado por la sangre, toma el estoque y escalera arriba, va a por sus agresores, pero al asomar la cabeza al alcázar, recibe un hachazo en la espalda que le hace caer, momento en que un nuevo tiro que Domingo le dedica va a impactar en Florencio, el del hacha, que a gritos se arrastra por la cubierta. Usando otra de las muchas vidas que el capitán tiene, con un remo, arremete contra sus agresores, de quienes recibe un nuevo disparo, que le hiere en la boca. Más sangre. Y también más fuerza con la que encierra a tres de los amotinados en la camarilla de proa cuya puerta clava con el auxilio de… ¡Domingo, su matador frustrado! que a buena hora ha vuelto al redil de su capitán.

Un capitán que busca al otro perla, y traidorazo, del contramaestre hasta hallarlo encaramado a la cofa del palo mayor de la que a gritos le hace bajar para señalarle ante el timón el rumbo a un grupo de pobres lucecillas, que a eso quedaba reducida por las noches la Almería de entonces. Hecha la entrega de los cuatro reos y del cadáver de Florencio, el capitán queda en el muelle, a la luz del farol y después de tres tiros, un hachazo y mil golpes, es un imponente cristo pintado de moratones y sangre seca que al fin echa a renquear camino del Hospital Provincial.

Un calvario en el que lucha por su vida hasta el 5 de enero en que, cansado, decide irse a la gloria, no sin antes haber contado al fiscal los hechos que permitirían al supremo de Guerra y Marina condenar a garrote vil a Domingo, Teodoro y Manuel. Pena que se ahorraron Florencio, el del hacha, muerto en el barco, de fuego “amigo”, y Diego, el contramaestre, en la cárcel, de no se sabe qué… pero con la satisfacción de recordarse cargado de razón cuando recomendó a sus compinches que remataran bien al capitán o él solo os matará a todos…

Y la verdad es que no necesitó el bizarro marino de Corcubión a nadie para quitarse de en medio a los actores del drama y aún a su escenario: su barco “Liberto”, preso en el puerto, con un nuevo capitán tratando de repararlo con la subasta de su carga, hasta que se dio por vencido y lo desguazó. Nada más salir por la bocana su cargamento de sal con rumbo ignoto cayó aquel hecho en el saco del olvido y ya iba para eterno, cuando a los veintidós meses las ejecuciones recordaron a todo dios que TuvoAlmería un motín que acabó en garrote vil.  

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