Las dos tragedias de la plaza Amistad

Almería

En esta minúscula y escondida plazoleta, una mujer fue brutalmente asesinada por su pareja en 1883 y otra murió de un disparo en la cabeza, en 1904

Plaza Amistad
Plaza Amistad / Javier Alonso

Almería/La plaza Amistad es un minúsculo y escondido espacio público que nació cuando, al amparo de la parroquia de San Sebastián, el Ayuntamiento urbanizó el Barrio de las Huertas. Está escondida, casi oculta, detrás de la mole de hormigón en lo que fue el “Chalé del Gitano”, alevosamente derribado con nocturnidad un Viernes Santo de hace cuatro décadas.

En 1875 ya tenía ese nombre, aunque sus vecinos siempre la han llamado “de la Amistad”, porque una vía pública sin la preposición “de” pierde todo el sentido de la propiedad para quien está dedicada. La placica forma parte de un dédalo de callejillas que evoca a la Almería con trino de gorriones que disfrutaron nuestros abuelos. Todas ellas, estrechas y zigzagueantes, aportan al callejero municipal nombres preciosos: Tesoro, Pato, Salitre, Carreros, Amapola, Cita o Argollones, de clara evocación musulmana. Ésta, según el historiador Padre José Ángel Tapia (1914-1992), tendría que llamarse “Albollones” que quiere decir desagüe de una balsa, pero la jerga popular modificó dos de sus consonantes para hacerla más almeriense.

Los niños que vivían en las casas de planta baja, puerta y ventana de todas esas calles tenían en la Plaza de la Amistad su punto de encuentro escolar. El “Colegio San Sebastián” estuvo abierto desde 1919 hasta bien entrado 1974. Allí aprendieron a sumar, leer y escribir varias generaciones de muchachos de Las Huertas, gracias a los maestros Enrique Rivas, Mariano Arrieta Arrieta, Eusebio Garres Segura (1868-1937) o José Orellana Garrido.

Los chiquillos se entretenían al relente junto a “La Huerta del Jorobao”, mientras el aroma a pan recién horneado en el obrador de leña de Francisco Cruz García, de la calle Pato 15, se extendía por el ambiente. Allí disfrutaron de su niñez jugando a la pelota el luego notario Francisco Balcázar (1941), el ebanista Fernando Andújar Madrid (1941) o el peluquero y árbitro Rafael Torres Caravaca (1956) que el viernes te cortaba el pelo a navaja y el domingo señalaba un fuera de juego en el Santiago Bernabéu.

Estos críos se divertían sin saber, posiblemente, que aquella plazoleta de arena y peñascos, con vecinos que tomaban el fresco en sus puertas sentados en sillas de enea, fue escenario de dos terribles tragedias mortales. La admirada periodista de sucesos Margarita Landi (1918-2004) me dijo que casi todas las calles de España tienen su historia negra; la Plaza de la Amistad de Almería no iba a ser menos, a pesar de su encanto.

A la una de la madrugada del domingo 18 de noviembre de 1883 el silencio de la Plaza de la Amistad se alteró por los profundos lamentos, súplicas y gemidos de una mujer. Un vecino que se despertó por los quejidos, ante el persistente plañido, se vistió a toda prisa y se lanzó a la calle para buscar ayuda, que la encontró en el alcalde de barrio, Francisco Ramírez; el vigilante de un comercio, Francisco Hernández Miras y los serenos Joaquín del Águila Sánchez y Tomás de Cruz Gálvez. Los cinco se aproximaron a la puerta de la casa, aunque ya el lamento se había convertido en un sepulcral silencio. Era donde residía María del Carmen Maldonado Romero, cuya entrada daba a la calle Pato.

Los hombres echaron la puerta abajo, entraron y con el farol de aceite del vigilante iluminaron la estancia. Aquella horripilante escena jamás la olvidaron: una mujer desnuda yacía muerta en el suelo, en mitad de un extenso charco de sangre que brotaba de múltiples heridas en la garganta, pechos y bajo vientre. Pero la sorpresa no terminó; entre las tinieblas apareció un hombre que llevaba puestos unos calzoncillos y una faca de zapatero en la mano, con la que trató de intimidar a los serenos y al alcalde de barrio. Entre todos lo redujeron y lo desarmaron. Se trataba de José González Pradal, apodado “Pelotas”, el amante de Carmen y zapatero de profesión. El Ayuntamiento premió aquella valerosa actuación de los serenos con un ascenso de grado y una gratificación de 23 pesetas.

El juez de guardia, Lorenzo Padilla Penela, se hizo cargo de la instrucción y a las cuatro de la tarde el asesino estaba entre rejas. Insensible y más frío que un témpano, “Pelotas” reconoció que el crimen lo cometió en un ataque de ira porque esa noche la mujer le negó el acceso el acto carnal.

El juicio oral en la causa de asesinato se fijó para el 21 de febrero de 1884, aunque se suspendió porque fue tal la avalancha de público en la sala, que maldecía y gritaba contra el reo, que la muchedumbre podría haber ocasionado una desgracia. “Pelotas” contrató al abogado Eulogio Romero del Castillo (1857-1928), quien autorizó el retraso una semana. Pero ¡oh! casualidad. Cuatro días antes de la vista, José González Pradal apareció muerto en su cutre camastro de la prisión. “La justicia divina” dijeron los periódicos.

El balazo del “Maiza”

El segundo hecho luctuoso de la Plaza de la Amistad tuvo lugar durante la calurosa noche del 16 de junio de 1904. María Josefa Núñez era una mujer almeriense de 45 años que, casada con Antonio García García, había parido cuatro hijos siendo bien joven: Josefa, María del Mar, María y Antonio. Vivía en una casucha y después de cenar decidió tomar el fresco al aire libre. En la modesta vivienda se encontraba un tal Agustín, apodado con el alias de “Maiza”. El sujeto tendría que ser conocido de Josefa o de su esposo porque no se entiende que permaneciera dentro, amistosamente. Lo cierto es que, de repente, la tranquilidad de la plazoleta se alteró por el sonido de un disparo seco y por los gritos desgarradores de una mujer. Josefa, que había recibido un disparo de bala en la frente, se revolvía de dolor por el suelo en mitad de un charco de sangre. Y casi como una exhalación, el “Maiza” salió corriendo y se perdió por la calle Pato, amparado en la oscuridad de la noche.

El revuelo de vecinos fue inmenso y entre todos llevaron a Josefa a la Casa de Socorro de la Cruz Roja, donde le diagnosticaron “herida de pronóstico reservado, causada con arma de fuego, en el lado derecho de la región frontal con derivación de hueso”. El doctor José Arigo Serrano extrajo el proyectil y le curó antes de enviarla al Hospital Provincial, donde le dieron el alta nada más llegar. Pero aquella pobre mujer algún otro daño cerebral tendría porque el 1 de julio de 1904, quince días después del tiro, falleció.

Como el “Maiza” huyó y de él nunca más se supo, no cuadra la declaración de un testigo. Éste relató en el juzgado que Agustín quería “variarse de bolsillo un revólver y sin saber explicarse cómo el arma se disparó, viniendo a herir casualmente a Josefa”.

Otros sucesos de la plazoleta

Siendo tan pequeña, la plazoleta del antiguo barrio de Las Huertas ha sido, en el transcurso del tiempo, escenario de no pocos sucesos o accidentes. Ya padeció con virulencia las inundaciones de 1892 cuando el vecino Pedro de Cruz Soria, jornalero de 73 años en 1892, y con tres hijos estuvo a punto de perecer. Su casa, con la avalancha de agua, sufrió graves desperfectos por la fuerza incontenible de la riada. De aquel desastre fueron testigos el cura párroco y varios vecinos. El 1 de abril de 1894, el vecino Francisco Ramos, cantero de profesión, cayó fulminado cuando se levantaba de la silla después de cenar. No le dio tiempo ni de ir a la cama.

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