El plus de almeriensismo de la calle Gran Capitán

Almería

La larga vía, que comunica el centro de la ciudad con el Quemadero y La Fuentecica, aún conserva ese sabor de la Almería antigua

El plus de almeriensismo de la calle Gran Capitán
El plus de almeriensismo de la calle Gran Capitán

Cuando le dije a mi amigo Juan Manuel Álamo Cañadas, periodista de “Decisión Radio” en Madrid, que estaba escribiendo sobre la calle Gran Capitán de Almería se emocionó. Y como un torrente imparable vinieron a su memoria recuerdos de la niñez que me iba contando con detalle y minuciosidad porque allí estaba, desde lustros atrás, la casa de su abuela materna: la familia Cañadas. Esa reacción es hoy habitual entre los chiquillos almerienses que se criaron en zonas sin asfaltar del centro, que jugaron al “puño vaina” sobre loscos y tierra, que tenían que apartarse a un lado dos o tres veces al día porque venía un coche a lo lejos, que merendaban su bocadillo de onzas de chocolate sentados en un bordillo bajo el cielo azul de Almería, que era el cómplice silencioso de sus pillerías y andanzas.

La calle Gran Capitán entre los años cincuenta y ochenta, era así. Una larguísima y empinada calzada poblada de familias. Amas de casa que iban y venían, hombres que la atravesaban andando o en bicicleta camino del tajo, niñas jugando a la rayuela y niños al balón; de gentes, en suma, que residían modestamente, pero con la honradez y la amistad por bandera formando un colectivo auténtico cuyo grito de guerra era el nombre de la calle. Porque ser de la del Gran Capitán otorgaba un plus especial de almeriensismo. Esa porción de ciudad era, más o menos, similar al resto del centro de la capital donde el aroma a pueblo y vecindad aún se respiraba entre los residentes.

En cierto modo, por su propio diseño urbano que parte de un lateral del “Hotel La Perla” y desemboca en la Plaza del Quemadero, la calle del Gran Capitán era la frontera entre la Almería céntrica y la del extrarradio norte; entre la ciudad rica y la deprimida; el límite que separaba las casas de los señoricos del Paseo y las de la gente obrera del Quemadero y de La Caridad. Pocas, muy pocas vías del callejero local llegaban, a mediados del XX, más allá de los cien dígitos en la numeración de sus viviendas y la del Gran Capitán los sobrepasaba con creces.

Fachada
Fachada

En 1874, una casita de planta baja a mitad de la calle costaba 820 reales, según documentos tramitados en la notaría de Mariano de Toro y Gordón, si bien es cierto que las inundaciones de 1891 arrasaron con infinidad de viviendas que las desplomaron doblemente: su valor y sus muros. En esos años era alcalde de barrio el empresario de la construcción Miguel Gabín Roldán.

A principios del XX, el administrador del periódico católico “La Independencia” residía en el número 70, cerca de la imprenta de Juan José Puentes Venteo. También eran vecinos el maestro de la escuela “Ave María” Alonso Camacho García –que también lo fue en Lubrín durante 38 años- y el técnico Modesto Moreno Plaza, que creó en el salón de su casa el primer “radioclub” de Almería, en 1921. En 1935, y en el número 15, estaba la academia “Liceo Rapmat” que preparaba a sus alumnos en contabilidad, taquigrafía, idiomas y mecanografía por 8 pesetas la matrícula.

Los años de la Guerra Civil, y anteriores, fueron muy duros para los moradores de la calle Gran Capitán porque sufrían el constante movimiento de detenidos que entraban y salían del convento de Las Adoratrices, convertido en prisión militar. Caras conocidas, parientes, amigos, tenderos, religiosos… Terminada la contienda, se adaptó a hospital castrense donde, en 1947, estaba al mando el comandante Joaquín Pastor Candelas y de administrador el capitán José López Peregrín. Hoy, provoca rabia y pena apreciar la decrepitud ocasionada por el abandono del maravilloso edificio. Algo muy propio de esta ciudad, que contempla impasible cómo se desmorona su historia. Esta desidia tan almeriense no tiene perdón de Dios.

Allí vivían a mediados del XX la familia Antequera Antequera, de padre e hijo guardia civil; el contratista de obras Joaquín Oliver Miras y su esposa Rosa Martín López; Francisco Galera Salvador, en el número 78; Manuel Almécija Oña, en el 55; Alfredo Ayala García, en el 57; Pedro Núñez Núñez, que falleció en 1960 en un accidente de moto en Uleila del Campo; Ángel Bailón Valverde o la familia Payán Esteban.

Sin lugar a dudas, los años dorados de la larguísima calle fueron los sesenta y los setenta. Los pobladores de aquellas casicas típicas almerienses integraban casi una familia. Conversaciones al fresquito en las puertas de las casas al atardecer oliendo a los galanes de noche de los jardines de Las Adoratrices, niños con las rodillas “desollás” al tirarse al suelo jugando a las chapas en el pedregal de la calzada, abuelas con alpargatas y bata guateá formando un corrillo esperando la salida de los alumnos del colegio, señoras que iban y venían de una casa a otra para recoger la barra de pan que había dejado “fiá” el del motocarro y muchachos que venían de otras calles. Con solo nombrar a un tal Cubillo, que residía por Regocijos, los chiquillos se echaban a temblar. Se trataba de Carmelo Cubillo Rodríguez, un pobre chico, con enfermedad mental, que siendo adolescente ya había ingresado en la cárcel; el 7 de septiembre de 1987 fue asesinado injusta y salvajemente en la prisión de Alicante por dos internos, que le asestaron veinte puñaladas. Tenía 21 años.

Comerciantes de Gran Capitán

Fachada
Fachada

Manuel Marín Ortega (1923-1994) y su esposa Alfonsa Vicente Tortosa –que tenían tres hijos- vendían carne que se metía por los ojos en el número 49, justo al lado de la tienda de frutas, legumbres y verduras frescas de Francisco Soriano Paz; Avelina Aguilar Navarro siempre tenía bollos y tortas de hojaldre crujienticas, horneadas lentamente. También “Confecciones Morales” mantuvo su sede social en el número 20 y el bar “Gran Capitán” era escenario de la reunión habitual con el chato de vino en la mano.

Hasta casi final de siglo, los velatorios de los difuntos se efectuaban en las viviendas, antes de sus funerales en la parroquia de Santiago Apóstol. Los dueños de las casas ponían en el portal una mesilla con un pañito negro y dejaban abierta la puerta. Y, dentro, ni se oían gritos, música o la radio encendida. Luego, durante meses, mantenían el luto; los hombres una perenne corbata negra o un botón de ese color en el ojal de la solapa y las mujeres un vestido negro sin más. Eran amigos de toda la vida que iban falleciendo y que los vecinos consideraban como una tragedia propia: Josefa Cruz Ulloa, José Agustín Calvano Pérez (1904-1985) y su esposa Carmen Dil López (1912-1990), Dolores Navarro Soler (1896-1976), el maestro de obras Luis Segura Méndez (1891-1977) y su señora Matilde Lucas Iglesias (1889-1979), Carmen Ginés Belmonte (1894-1977) y su marido Julio Ramón Mayoral, los empresarios cristaleros Francisco Cañadas Moncada y su hijo José Joaquín Cañadas Martínez (1932-1981), Dolores Martínez Fuentes (1905-1984), el policía Diego Pérez Roca (1923-1978)…

Una vez, el 18 de noviembre de 1978, la tranquilidad se vio alterada por una explosión de gas butano en la vivienda del número 50, que sufrió grandes desperfectos. Tres mujeres resultaron quemadas por la deflagración y dos de ellas, María Cazorla Requena y Rosa María García Cazorla necesitaron ser ingresadas en la Bola Azul.

La calle también tiene su parte de historia en la Semana Santa capitalina, ya que el pregón de la Cofradía del Santísimo Cristo del Amor y Nuestra Señora del Primer Dolor del año 2000, ofrecido por el fotógrafo y cofrade Felipe Ortiz Molina, fue pronunciado en la residencia de las madres Adoratrices porque no pudo ser en la parroquia de San Sebastián, sede de la hermandad.

Hoy, la larguísima calle del Gran Capitán mantiene innumerables viviendas de planta baja de antes de la Guerra Civil. Algunas han sido rehabilitadas, otras padecen el desgaste del paso del tiempo y numerosos solares cuajados de matojos con algunos “grafitis” filosóficos (“Quien ama, libera” dice uno) esperan dueño con un perenne letrero de “se vende”. Aun así, conserva ese aire de la Almería antigua: tapias blanqueadas de cal, macetas de geranios atadas con unos alambres oxidados a las rejas, canaletas de desagüe, secas como el traspillo, que bajan por las fachadas y sábanas blancas tendidas al sol que acarician los suelos de los terraos.

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