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Luces y Razones
Este sábado 31 de agosto concluyó el verano meteorológico, por una establecida convención del calendario, pero este fabuloso crepúsculo, sobre el paño de aguas del Mediterráneo, no es que sirva al mismo propósito de dar por finalizado el estío, sino que proclama, con las postreras luces del día, la belleza del final. Acostumbrados como estamos por convenciones que, aun no teniendo que ver con las del calendario, determinan el modo de percibir el sentido de los momentos o de las cosas, los finales suelen asociarse a la pérdida, a la melancolía, a la añoranza. Por eso los últimos días de las vacaciones descolocan el ánimo, tras el desahogo de las jornadas no regidas por la ordinaria disciplina de las ocupaciones y tareas. El nocturno juego de las luces crepusculares, aunque señale el final del día, no se asimila a la pérdida, pero cierto es que el día pasó. Evidencia tan verdadera como esa otra que, de forma un tanto categórica, pero asumible, y en cuestión de vida hecha, sostiene que da igual lo que ocurrió ayer que hace mil años, ya que pasado fue el tiempo que pudo vivirse, disten horas o siglos, y en modo alguno se podrá repetir. Luego acaso sea mejor considerar el final de cada jornada -sobre todo si puede contemplarse el paisaje en el momento de esta imagen- como diario colofón que hace mayúscula la vida repartida entre oscuras claridades.
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