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Música
Nació en 1882 en el seno de una familia de clase media. María Lejárraga dijo, es “sevillano por los cuatro costados”. En 1894 empezó sus estudios de armonía, teoría y contrapunto. En 1902 se trasladó a Madrid donde realizó la premier de su zarzuela “La Sulamita”. En 1905 se instala en Paris. Estudió piano con Moszkowsky y teoría con Vincent d’Indy. Se hizo gran amigo de Albéniz y Falla, y fue Albéniz quien le animó a encontrar inspiración en la música popular de España y andaluza. Dividió su vida entre la composición, la enseñanza y la interpretación. Murió en Madrid el 14 de enero de 1949.
Todo conocedor de la música española de los s. XIX y XX identifica el nombre de Joaquín Turina con el de uno de los más característicos compositores españoles de esa época. Fue pianista profesional, director de orquesta, profesor de composición, crítico musical, pedagogo, conferenciante, escritor y fotógrafo. Junto a Falla fue el creador del sinfonismo contemporáneo español. Su obra fue extensa, cultivando distintos géneros musicales. En el club bastante exclusivo de compositores españoles, Turina era el más joven del grupo que contaba con los más veteranos Albéniz, Falla y Granados. Al igual que sus colegas, Turina se sintió irresistiblemente atraído por París, el París de principios de siglo con la música de Debussy y Ravel.
En Madrid consiguió una interpretación de su zarzuela “Fea y con gracia”. Escribir la zarzuela, sin embargo, y absorberse de la vida musical de Madrid encendió la chispa del nacionalismo. En su aparición como pianista y compositor interpretó su “Piano Quinteto, Op. 1”. Esta fue una ocasión decisiva en su carrera, ya que tanto Albéniz como Falla estuvieron presentes en el concierto y le aconsejaron que buscara inspiración en la música española.
Inútil es intentar glosar aquí la brillante carrera de Turina, que le llevó a ocupar una bien ganada posición como uno de los compositores más notables del siglo XX en España, junto con los más representativos de la época. En 1908, el maestro contraía matrimonio. Siguiendo el consejo de sus amigos, decidió “luchar valientemente por la música nacional de nuestro país”. Regresó en 1913 y lo hizo con resultados impresionantes. Su “Oración” escrita en 1925, casi una década después de que regresara a Madrid, con sabor completamente español.
La plaza de toros estaba llena. La gente se agolpaba ante la puerta en demanda de una entrada o vislumbrando la posibilidad de colarse. Vendedores de buñuelos, churros y tabaco hacían su particular agosto aquel cálido 31 de marzo. Dentro del recinto, la algarabía, el bullicio, la fiesta era una constante. Quedaban pocos minutos para que diera comienzo el festejo. Todo estaba preparado. Pero los toreros, ¿dónde estaban los toreros?
Joaquín esperaba el toque de clarín en el patio de caballos. Los monosabios, areneros, picadores y personal de la plaza iban y venían de un lado a otro, intentando que ningún detalle quedara fuera de su alcance. Los minutos previos al inicio del paseíllo eran los más tensos. Pero, ¿y los toreros?
Cerca de la puerta de chiqueros, entre el patio de caballos y el callejón, Joaquín reparó en una puerta tosca, hecha con tablones de escasa calidad. La entreabrió. Y se encontró con un cuadro completamente desconocido para él. Aficionado como era a los toros, nunca había reparado en el sentimiento de un torero en los momentos previos a la hora de la verdad. Los matadores que aquella tarde saldrían al ruedo a dar espectáculo, a jugarse la vida frente al astado, a complacer a aquel público que festejaba desde los tendidos y las gradas el espectáculo que estaba a punto de dar comienzo, comparecían sumisos, silenciosos, devotos, ante un altar pobre, adornado con un ramo de flores, a los pies de un crucifijo de metal. Los toreros, los héroes, aquellos que cautivaban a los aficionados y que soñaban con eternas tardes de gloria, se hacían pequeños, vulnerables, sumidos en un silencio sobrecogedor.
Un silencio que contrastaba con la alegría en los tendidos donde todo era jolgorio, risas, aplausos, gritos y diálogos entrecortados. Incluso la banda amenizaba la fiesta con los eternos pasodobles de siempre.
Y, sin embargo, en la capilla, como si a cientos de kilómetros se encontraran, los toreros pedían por su vida a Dios en silencio, con devoción y esperanza, pensando que, tal vez, ésa podría ser la última vez que se postraban ante el Cristo que les bendecía en la tarde madrileña llena de luz, alegría y música.
Aquel contraste sorprendió de tal forma a Joaquín que enseguida pensó que debía plasmarlo en una partitura. Ya en casa se puso frente al piano y comenzó a acariciar las teclas. Pero ¿cómo podía combinar las dos emociones –fiesta y silencio, algarabía y devoción, música y oración—en una sola pieza? Debía predisponer al oyente para que viera en las primeras notas el contorno insinuante de lo español y, después del tema principal, dar paso al camino que lleva a la oración contrita.
Joaquín Turina compuso su Oración, escrita entre marzo y mayo de 1925, para ser interpretada por un cuarteto de laúdes. Pero el sonido le pareció pobre. Y pensó arreglar la partitura para un cuarteto de cuerda. Pero tampoco era lo suficientemente contundente. El estado de ánimo aquí es propiamente reverencial, ya que el torero de Turina trata de encontrar la paz interior. El aroma del drama y la tensión de la plaza de toros se eleva brevemente después de que el tema principal y sus extensiones se hayan abierto camino. La oración termina como empezó, silenciosa y estoicamente, de una manera digna de un valiente luchador.
Decidió instrumentalizar la partitura para orquesta de cuerda. Todo un éxito. La obra fue estrenada en el teatro de la Comedia, por la Orquesta Filarmónica de Madrid, el 3 de enero de 1927, dirigida por Bartolomé Pérez Casas. Y fue un gran acierto, pues los instrumentos dan gran vitalidad a la obra, que ha sido reconocida como una de las mejores creaciones del compositor andaluz desde el mismo momento de su estreno.
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