Ya no hay jubilaos en la Plaza de la Leche
Almería
Desde su inauguración en 1969, decenas de ancianos se sentaban, todos los días, en los desaparecidos bancos de madera frente al edificio de Correos

Almería/La tropelía de derribar el kiosco de la música del Paseo dio paso a una plaza enigmática y reivindicativa. Desde antaño se llamaba de Juan Cassinello, pero cuando el ministro inventor de la EGB, José Luis Villar Palasí, descubrió el 31 de julio de 1969 aquella lona perenne que cubría la escultura en homenaje al profesor, la plaza ya tenía mote: “de la Leche”.
Amén del tributo a los maestros, el espacio comenzó a convertirse poco a poco en un lugar de encuentro ciudadano. Lo que acabo decir suena a verborrea política, pero es verdad que allí quedaba todo el mundo. Chiquillos con bolsas de pipas calientes, familias con suegras, amigos que iban de tapas, pandillas de puteros del “Séptimo Cielo”, parientes lejanos que se reencontraban, clientes y comerciales despistados y los jubilados. Éstos sí que tomaron posesión de la plaza haciendo suyos los diez bancos que instalaron frente al edificio de Correos. Y un único fin: “echar el día” y ganarle la jornada al tedio.
La época de esplendor de aquellos abuelos sentados tras la obra escultórica de Jesús Martín Lao fue la década de los ochenta. Se reunían, balbuceaban cuatro palabras, porque casi todo lo tenían dicho, se acomodaban al sol y quedaban extasiados, como ausentes. Cuando el rayico se escondía tras las moles de hormigón del Paseo despertaban del letargo para, como un ritual, levantarse con lentitud, limpiarse la trasera del pantalón con la boina o con un pañuelo de tela e iniciar el camino hacia el plato de lentejas. Había que transitar despacio porque aquellas resbaladizas losas blancas y rojas, que evocaban la pasta de dientes Profidén, ocasionó más de un susto. Cuando caían cuatro gotas o simplemente por la humedad, las baldosas se convertían en una peligrosa pista de patinaje y más de un abuelo terminó en la Bola Azul con la cadera rota o el brazo desmanguillao.
Los jubilaos iban allí porque era una plaza cómoda, céntrica y entretenida. Próxima a las numerosas sucursales bancarias donde actualizar la cartilla de ahorros, a un paso del Mercado Central donde fisgonear el precio de las sardinas, junto al trasiego peatonal del Paseo y a mano de las cafeterías más afamadas con lectura gratuita del periódico. Como sabían que habría divertimento, aguardaban con la sabiduría de la paciencia el espectáculo de cada día: chicas orondas con los pechos al aire reclamando la libertad de sus cuerpos, vendedores de libros infumables, mercachifles “recoge firmas”, artesanos del barro y de la madera, sindicalistas hambrientos de marisco, mormones recién afeitados, socialistas de la “OTAN, No” y luego sí, transformistas del Carnaval, campistas del 0,7 %, trompetistas sin representante, pintores de suelo con tizas de colores, punkis de tetrabrik Don Simón o la marabunta extranjera de los “papeles”. Hasta las actividades de la “semana del orgullo gay” de hace tres décadas se celebraron ante la atenta mirada de los ancianos.
Todo aquel que tenía algo que reclamar o exhibir iba a la Plaza de la Leche, sabiendo que el público lo tenía asegurado. Mayor, pero espectadores, al fin y al cabo. El periodista Antonio Fernandez Gil, “Kayros”, aseguró una vez que la personalidad de la Plaza de la Leche no era urbana, sino humana. Cierto; allí cada quisque hacía lo que quería, y si quería, conformando el espacio como un foro democrático de debate; de libre expresión y actuación.
La distracción era constante y si algún pensionista se retrasaba en pagar su cafelillo en “Barea”, “La Habana” o “Coimbra” se quedaba sin puesto en aquellos bancos de madera, más duros que una piedra. Apiñados, en cada uno cabían hasta cinco personas, aunque no había problema en achucharse porque siempre eran hombres los que poblaban los asientos. Había sitios estratégicos y muy demandados porque desde ahí se divisaban las pantallas encendidas de las teles Thomson del escaparate de “Radio Sol” y, al mismo tiempo, se controlaba a quienes subían o bajaban la escalerilla que daba acceso a la calle Conde Ofalia y a Correos.
Cuando al director de alguna emisora de radio local se le ocurría montar un set para emitir un programa en directo, los abuelos estaban siempre dispuestos a participar en las encuestas que los reporteros se inventaban sobre los temas más inverosímiles. El 14 de febrero de 1985, Radiocadena Española estuvo doce horas en antena con un programa sobre el amor y sus promociones de perfumes, claveles y poemas terminaron en los bolsillos de las chaquetas de pana de los viejos y en sus bolsas de plástico blancas y amarillas de “La Llave”. No digamos las colas que se formaron el Día de Andalucía de 1986, cuando la delegación de Cultura repartió 600 litros de sangría…
Aquel idilio urbano de la plaza con la tercera edad masculina se prolongó casi treinta años; en los noventa, se pobló de un hatajo de maleantes, de vagabundos tullidos, gamberros sin escrúpulos, bribones con perros pulgosos y holgazanes europeos con bicicleta. Entre todos arrinconaron a los yayos con sus peleas, mugres, eructos y borracheras. Así que el 17 de septiembre de 1998 el entonces alcalde de la ciudad, Juan Megino López, dio un puñetazo en la mesa y decidió zanjar aquel disparate: la Plaza de la Leche se remodelaría: menos bancos, más espacio abierto, zonas verdes y una fuente luminosa de seis metros de diámetro con flores y plantas alrededor.
En 1999, durante las obras, los usuarios de la tercera edad buscaron lugares alternativos y provisionales. Pero ya sabemos que en Almería lo efímero se convierte en perpetuo. Cada cual se apañó un hueco metropolitano donde aguardar el fin de sus días. Después, los nuevos jubilados del siglo XXI cambiaron la Plaza de la Leche por la Rambla, el Paseo Marítimo, el “Ego” o las maratonianas jornadas de mañana y tarde cuidando nietos. Y la Plaza de la Leche cambió la personalidad que definió “Kayros”: dejó de ser humana para convertirse en urbana.
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