Inocentes monigotes en la espalda de Almería
Cuenta y razón
Algunas de las muchas inocentadas que un día, desde la prensa almeriense, sorprendieron a nuestros abuelos
Cuando las toreras se ataron los machos en Almería
Póngase detrás de la estatua del obispo Diego Ventaja, mire hacia el muro de la torre de la Catedral y en él verá un arco cegado en el que hubo una pequeña puerta. Retroceda a la antepenúltima noche de 1886 y ponga allí un hombre aporreándola hasta que se abre, dejando ver una mujer que oye decir que allá en el Barrio Alto una casa arde con ganas al tiempo que recibe un real para que su marido, el campanero, eche al vuelo las campanas. Y en cuestión de minutos corre la gente hacia el popular barrio donde tan solo halla al sereno que nada sabe de otro fuego distinto al de su mechero de yesca.
Esto que para unos es algo así como si alguien gritara ¡Fuego! en la escalera del bloque, para otros es inocentada, la broma de identidad borrosa que, sin embargo, es muy fácil reconocer: si el verte embromado, sorprendido en tu despiste, te produce una risilla interna tienes delante la inocentada, la broma de buen gusto; si no, es la canallada lo que se ha plantado ante ti… Pero no van estas líneas por hacer un estudio sobre las inocentadas; pretenden tan solo recrear algunas de las muchas que un día, desde la prensa almeriense, sorprendieron a nuestros abuelos.
En 1877 llega al puerto el The Glad Girl, el magnífico yate con el que lord Buce está recorriendo las costas españolas y, más que rico, opulento, invita a su mesa a todas las personas que al medio día acudan al barco.
El capitán Deleme despierta al poco de dormirse y el tanteo le confirma la ausencia de su joven y bella esposa. Sin respuesta a su llamada teme realidad lo que desde hace un mes viene siendo sospecha: que su mujer ha sucumbido a los galanteos de mister Dog, dedicado al negocio de la compra de la raspa de sardina y la cáscara de chumbo. Despechado, uniformado de caballería de marina, coraza y espada, el capitán se dirige a un salón de moda en el que descubre a su mujer abrazada con el inglés en un baile íntimo interrumpido cuando su espada se clava doce veces en ellos. Con la gente huyendo y la orquesta dale que te pego con el miserere de El Trovador, nadie advierte que el inglés se ha incorporado y arrancándole el sable de las manos le ha cortado la cabeza al capitán. En un gran charco de sangre quedan ofensor, marido y adúltera. Es el día, mejor la noche, del Pendón de 1880.
En 1883 de paso para Cádiz, es descubierto en el puerto un solicitadísimo Julián Gayarre, al que convencen para que por un día interprete la ópera Il Trovatore en el teatro Novedades. Y él accede encantado, sin duda por el grato recuerdo que guarda de su actuación en Almería dos años atrás, cuando cantó La Africana acompañado por Elena Sanz, la madre de los hijos de Alfonso XII que no vivían en palacio.
El tren que arrima la piedra de la cantera a la obra del dique de poniente rompe frenos; es el día de San Esteban de 1884 y como si el estruendo de los cohetes hubiera desbocado sus caballos de vapor, corre hacia el fin del dique y en su trepidar dicen que va gritando:
“¡Que me pongan nueva vía
que esta se me está acabado!”
Para entrar en el mar con tal inercia que continúa sobre las olas hasta colisionar y montarse sobre un gran vapor que, con 20.000 botas de vino de Chipre y 2.718 emigrantes, navega a América. La nave comienza a hundirse y los embarcados se arrojan al mar. Desde tierra, hombres generosos, a nado y con lanchas, acuden al dantesco escenario para salvar vidas, dándose casos heróicos como el del Sr. Terry que entre sus atléticos brazos llega a sostener de una sola vez a un padre, sus siete hijos y su mujer, preñada de gemelos. O singulares como el del señor Huertos que se dedicó, selectivo, a salvar náufragas… jóvenes.
En 1891 fondea en Almería el bergantín María. Sobrecoge oír a su capitán contando como en La Habana había cargado a tope el barco de azúcar y alcohol, y que ya en alta mar y a causa del calor se produjeron unas emanaciones que afectaron al agua que dejó de ser potable sin dejar de ser consumible por única, causando a los tripulantes graves perturbaciones de salud. Cuando el buque entra por el Estrecho, de los doce tripulantes, sólo tres, el más joven de ellos, el capitán y el piloto, sirven para algo. Y así las cosas es cuando se ha decidido a recalar en este puerto, para desembarcar a los enfermos ya sin otra fuerza que la precisa para agradecer al capitán su generosa entrega… y el abono de los haberes.
En 1899, un pescador al agua desde la escollera del puerto. Da los gritos de rigor que nadie oye porque nadie hay… Sin saber nadar y ya el fondo marino tirándole de los pies, se produce gran cantidad de espuma que no es milagro sino obra del jabón “La Burgalesa” que lleva en su bolsillo y que lo sostiene a flote hasta que lo socorren y reaniman ante la amorosa mirada de su querida caña.
En 1906 un telegrama urgente del Senado participa del nombramiento y toma de posesión de obispo de Almería al fraile Nozaleda, ex obispo de Manila al que los republicanos no dejan tomar posesión de la diócesis de Valencia.
En 1909 el viajante de tejidos Sr. Nogueras, en agradecimiento por ser Almería la ciudad en la que recibió la noticia de haber sido agraciado con el gordo de Navidad, se ha decido a repartir buena parte de las 60.000 pesetas entre los pobres, a los que espera, sentado, en el hotel París.
El 28 de diciembre de 1922, llega al puerto la escuadra del Reino Unido y a las doce en punto el rey Jorge V, pone pie en tierra y ocurre lo que es de esperar de los ingleses: que hechos a robarnos barcos y gibraltares, nos birlan, por birlar, pues ellos no la usan, la inocentada. Y aunque lo hacen sin querer, nunca tendremos boca para agradecer a su graciosa majestad servicio tan importante, eso sí, incompleto, pues con la inocentada no se llevó a su parienta la novatada, que hoy crece al amparo de los más tontos, y malos, de las promociones universitarias, algo que hasta hace bueno el tiempo en que uno paseaba atento, por si alguien te adelantaba con un recortable prendido en la chaqueta. El tiempo en que pendían Inocentes monigotes en la espalda de Almería.
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