Doña María y los caramelos de autoestima en el Trina Rull
ALMERÍA
Este es el pequeño tributo de un alumno a una maestra de Preescolar ya jubilada que desde Olula del Río marcó a muchas generaciones de niños de la Comarca del Almanzora
Almería/Un niño de cuatro o cinco años que salía en la década de los ochenta del jardín de infancia para entrar en parvulario necesitaba afecto, sentirse arropado, querido. Imagino que justo lo mismo que hoy en día, pero llevemos por un momento nuestras mentes a esa década prodigiosa de esperanza y libertad. Era la época del ¿Quién viene con mi banda? y las cometas fabricadas con envoltorios de pipas Carrancha y Churruca. Para el incipiente tránsito inicial de la más tierna infancia a la cruda realidad adulta que ya se atisbaba, los niños del colegio público Trina Rull de Olula del Río contábamos con la inestimable alianza de doña María. De aire mafaldesco, asoma en mi memoria pequeñita, aunque entonces nos pareciera un gigante, con melena corta negro azabache, cuellijunta, mirada penetrante y ojos siempre al borde de la risa lacrimógena.
Uno no es consciente de lo esponja que puede ser a esa temprana edad hasta que transcurre el tiempo, se mira al espejo y reconoce cómo se ha forjado su carácter y personalidad. Fueron mañanas interminables de frío del que calaba en los huesos y calor abrasador a orillas del río Almanzora formando disciplinadas colas para entrar en clase y ver entre esas cuatro paredes repletas de mesas, sillas verdes y aquella enorme pizarra un mundo por descubrir en el que doña María nos introducía prácticamente sin darnos cuenta de ello.
Recuerdo con viveza la mañana que nos reunió a todos sentados en corro para explicarnos que una compañera no tenía papá porque había fallecido en un accidente de tráfico y más que nunca teníamos que hacer piña con ella y respaldarla. Ese día nos enseñó que el llanto, además de triste, puede ser consolador, y también aprendimos que la vida es finita y hay que aprovechar nuestro paso por este mundo para dejar una huella imborrable entre nuestros seres queridos. En una palabra, supimos que la muerte no tenía remedio y a todos nos alcanza en algún momento sin haber leído El Quijote.
Yo era un crío inquieto, nervioso, muy nervioso, extremadamente nervioso. Un día se me ocurrió esconderme debajo de una mesa durante el recreo con la idea de disponer de todo el espacio de la clase para darle pelotazos a un balón de plástico. En una de esas patadas al techo golpeé el tubo fluorescente que iluminaba la estancia y se rompió en mil pedazos de pequeños cristales que cayeron sobre mi cabeza. Del tremendo susto me agazapé en un rincón temblando hasta la vuelta de la ‘seño’ y mis compañeros. La estampa que se encontraron fue dantesca. Doña María, ni corta ni perezosa, me cogió y me dio uno de sus abrazos espachurrantes que solo ella sabía regalar para intentar calmarme. Acto seguido, con el pulso ya restablecido, me hizo entender que la reparación debía salir de la hucha que tenía para mi Comunión. Estuve tres noches sin dormir pensando entre pesadillas que me quedaba sin blanca. Cómo sería la cosa que mi madre se vio en la tesitura de pedirle por favor me dijera que solo se trataba de una broma y no iba a perder la pequeña fortuna que tanto esfuerzo me había costado ahorrar. Entendí que todo crimen tiene su castigo sin saber todavía quién era Dostoyevski.
En otra ocasión, entre lectura y lectura del Micho, nos puso a coser la silueta de un coche (quizá fuera otro elemento) en una cartulina empleando aguja e hilo. Me negué en rotundo alegando que se trataba de un “trabajo de chicas”. Tan terco y testarudo como era, a la par que aplicado, por primera vez dejé la tarea sin hacer. Al día siguiente, cuando me vio con la guardia baja, hizo un aparte conmigo y me explicó que ella no distinguía entre trabajos de chicos y de chicas, que para ella todos éramos iguales. En 1985, sin haber oído hablar de Virginia Woolf, Clara Campoamor o Colombine, comprendí que el machismo sociológico permeaba en el ambiente y el feminismo tenía que abrirse paso poco a poco en nuestra sociedad.
Fueron solo dos años, dos de los años más intensos de mi vida. Aquellas experiencias me marcaron hasta tal punto que hoy la gente me conoce e incluso firmo mis artículos con el mote que me puso doña María. La historia es tan rocambolesca como que en clase había un esturreo de Pacos. En realidad me llamo Gregorio Francisco, pero los amigos ya me llamaban Paco, Paquillo para ser exactos porque físicamente era muy menudo. Con su ingenio, y aburrida como estaría de pasar lista a diario, para diferenciarnos a Paco Requena, Paco Marín y alguno que otro más, invirtió el orden de mi nombre, pasando a llamarme Paco Gregorio. El fenómeno de que todos lo absorbiesen de forma natural tuvo que ver con el soniquete de repetirlo día tras día bajo esa nueva denominación. ¡La de veces que habré tenido que explicar esta anécdota a lo largo de los años!
Luego volé a EGB, vino BUP y ya la vi menos veces de las que me hubiera gustado. Supe que lo pasó muy mal con el prematuro fallecimiento de don José María, su marido, nuestro maestro de Sociedad (él solía decirme que iba para alcalde). Pero también que se recompuso con su optimismo y vitalidad habituales. Ya octogenaria, disfruta de la visita de sus nietos en su domicilio de Fines y de los baños de mar en las calas de Terreros. Doña María me enseñó a leer y escribir, seguramente en parte sea periodista por ella, pero por encima de todo me enseñó a ser persona.
Era una gran psicóloga emocional. A mí me marcó y estoy convencido de que también lo hizo con generaciones de niños de toda la comarca del Almanzora porque con sus abrazos espachurrantes, puro realismo mágico antes de descubrir a García Márquez, repartía caramelos de autoestima que nos hacían creer en nosotros, confiar en nuestras capacidades y querernos hasta convertirnos en adultos íntegros. Una docente con MAYÚSCULAS.
Cuando los días de trabajo en la redacción se hacen cuesta arriba miro de reojo la vieja copia de la anotación que hizo en mi última cartilla de calificaciones y que mi madre hábilmente conservó: “Paco es ‘demasiado’. El interés y su ‘amor propio’ no lo dejarán en paz y llegará donde se proponga”. Gracias ‘seño’, tú sí que fuiste demasiado. Este es el pequeño tributo de un alumno eternamente agradecido.
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