Nuestra copla (VI): Miguel de Molina, arte y provocación
Música
“Yo sólo fui un señor que nació pobre en Málaga, trabajó toda su vida y le gustaron los hombres. Y ahí se acaban todos los símbolos” (Miguel de Molina)
Nuestra copla (V): Rocío Jurado, “la más grande”

Con tan solo trece años Miguel de Molina decide ser artista. Nace en el seno de una familia humilde, en Málaga (1908), en una Andalucía gobernada por la pobreza, el hambre, el clero, los terratenientes y la ignorancia. Con esa edad el joven abandona la miseria del hogar familiar y trata de esconder los turbios recuerdos que acompañaron sus primeros años en un internado de los Salesianos donde su madre le escolariza con una beca para pobres. Recala en Algeciras, y «apoyaó en el quicio de mancebía» de «Pepa la limpia», un burdel consigue trabajo de limpiador, espera tiempos mejores mientras mira «encenderse la noche de mayo». Después un deambular por distintos tablaos saraos, zambras, y fiestas privadas, cantando y bailando, irán puliendo al artista.
Llega a Madrid en 1930. «Yo quiero ser diferente», dice, y lo es. Se convierte en Miguel de Molina, un transgresor de la escena que es capaz de salir al escenario con el torso desnudo decorado con monedas de oro pegadas al pecho, o a lomos de un borriquito. Comparte tarima con las figuras artísticas más sobresalientes de la época y es aclamado como rey indiscutible de la copla. («Pasaban los hombres y yo sonreía»). Camisas de lunares y volantes de manga ancha, las chaquetas floreadas, los chalecos de torero a los que incorporaba crespones de mantón y los ceñidos pantalones que diseñaba y cosía el mismo para su puesta en escena, hacen de Miguel de Molina una figura singular, con un estilo único y provocador que cobra por actuación cinco mil pesetas.
Cuando el golpe de estado de 1936, se dedica a recorrer los frentes, la retaguardia y los hospitales con una pequeña compañía de varieté cantando y bailando para levantar el ánimo de los soldados republicanos. Francisco Ayala dejó escrito que «hizo más estragos en el ejército de la República que los cañones de Franco».
Con el fin de la Guerra comienza su calvario y declive. La copla pasa a denominarse casi por decreto ley «canción española». Tal vez a Miguel de Molina le podrían haber perdonado ser «rojo» incluso olvidar aquella declaración suya de: «Yo solo pido trabajo para todos, libertad y respeto mutuo y eso, solo nos lo garantiza la República» pero lo que jamás le podrían perdonar era su homosexualidad».
El caché de las cinco mil pesetas republicanas se reduce a las quinientas de la nueva España y Miguel de Molina que no quiere entonar la obligada melodía franquista, se ve abocado a retomar sus orígenes de miseria malviviendo encima de los escenarios y entre copla y copla trata de digerir el amargo sabor del desprecio y las amenazas de los empresarios.
Un día de noviembre de 1939, al concluir su actuación en el Teatro Pavón de Madrid, tres desconocidos que se identifican como policías aparecen en su camerino y le obligan a seguirles. Le introducen en un vehículo y en los altos de la Castellana le hacen salir y le propinan una brutal paliza. «¡Esto por marica y por rojo! Vamos a terminar con todos los maricones y los comunistas. ¡Uno por uno!». Por «marica y por rojo» le rapan el pelo, le obligan a beber aceite de ricino mezclado con vaselina líquida, le rompen los dientes y le desfiguraron la cara. Un alto precio para alguien que solo quería seguir sobreviviendo de su arte. «Ná te debo, ná te pido». Llegó a identificar más tarde a dos de los agresores.
Días después, en una actuación en el Teatro Cómico, es abucheado por un grupo de falangistas que le gritan «marica, marica…». Miguel de Molina hace parar la orquesta y responde: «Marica no: Maricón, que suena a bóveda».
La vida con los vencedores se torna insoportable. Se le prohíbe trabajar y se le confina en Cáceres y Buñol. «Cinco meses de destierro sin sentido alguno y, en lugar de abrirse alguna puerta hacia la libertad, me han comentado que el gobernador de Valencia ha pedido informes a la Guardia Civil, para saber ¡qué comportamiento sigo en Buñol! Como si fuera un criminal en libertad condicional». Solo le queda una salida: el exilio y esa letanía convertida en deseo: “me voy de tu vera olvídame ya”. Pero el franquismo no le olvida.
En 1942 llega a Buenos Aires con dos pesetas de plata en el bolsillo que tira al agua al entrar en el puerto. Retoma su carrera artística y sorprende con todo su talento. Siempre cuenta con el incondicional apoyo del público que abarrota las salas en las que se presenta y cuando el triunfo comienza a sonreírle de nuevo es reclamado por las autoridades españolas y las argentinas, tras siete días de encarcelación, ordenan su expulsión por «malas costumbres» y su regreso a España, donde se reanuda la persecución, la prohibición y la miseria. Miguel de Molina es consciente del odio hacia su persona y descubre que el origen de su mala suerte se encuentra en un alto funcionario del gobierno franquista.
Un año después se traslada a México. Junto con él viaja la desdicha como una pasajera más. En este país le acosan Jorge Negrete y Mario Moreno «Cantinflas», homófonos los dos. Para ambos, Miguel de Molina es «un traidor que mancha la gloriosa tradición de nuestra raza».
Dicen que una llamada de Eva Perón y la invitación a un festival benéfico pone fin a la cadena de desdichas. Regresa a Argentina y le llueven los contratos. En 1957, tras la muerte de su madre, la inestabilidad política de Argentina le anima a volver a España, pero aquí sigue siendo un proscrito.
En 1960, cuando contaba 52 años, decide retirarse. Se refugia en su casa porteña a pelear en solitario con sus recuerdos. Le habían robado los mejores años de su vida, le habían obligado a salir de su tierra. Durante casi treinta años permanece silencioso y escribe su autobiografía: “Botín de Guerra”. Varios años después de la muerte del dictador se procura su regreso a España, se le concede la Orden de Isabel la Católica (1992), se le ofrece una casa en Málaga, pero ya es demasiado tarde.
“La Miguela” como le llamaban, murió en Buenos Aires, el 4 de marzo de 1993 y descansó para siempre en el cementerio de la Chacarita.
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