Las confiterías de nuestros tatarabuelos
Almería
En el siglo XIX existían en Almería numerosas pastelerías que, en Cuaresma, elaboraban dulces y bollos de mantequilla

Almería/Torrijas, borrachillos, leche frita, roscos de vino o de naranja, pestiños, monas de Pascua, borrachuelos, buñuelos de crema o de chocolate… La lista de dulces relacionados con la Semana Santa es interminable. Más aún, si añadimos los que acostumbran a comer en otras zonas de España que, con eso de la globalización, llegan a cualquier rincón de la península: mona de Pascua murciana, canutos manchegos, panquemado valenciano, toña alicantina, rubiols balear, bollos de Arcos de la Frontera, alpisteras de Sanlúcar, marañuelas de Asturias, flores fritas de Galicia, huesillos extremeños, rosquetes de Cádiz o el riquísimo pan dormido de Teruel.
Las confiterías de Almería llevan desde finales de marzo ofreciendo a sus clientes algunos de estos productos. Unos llegan desde Abla, otros son de Laujar de Andarax o de obradores de Los Filabres. La carestía de la vida también se ha cebado con estos manjares y los valores en euros son superiores a los de otras Cuaresmas y, si son idénticos, el peso del producto se ha reducido. Es lo que llaman ahora la “reduflación”, que no es otra cosa que dar menos cantidad que antes por el mismo precio; pero, claro, ahora un rosco de Semana Santa te lo comes en dos bocaos y antes era en tres…
Si ojeamos la prensa histórica descubrimos que, siempre, el almeriense ha sido muy goloso. Eso de endulzar la Cuaresma, la Navidad o el Día de Todos los Santos se mantuvo a rajatabla. Ya en el año 1865 las confiterías de la ciudad se anunciaban en las fechas señaladas en aquellos primeros periódicos editados en la capital. El primer diario de Almería se editó en 1862 y tres años después las pastelerías “Malagueño”, “Sebastián Sánchez” o “La Primera” copaban las páginas de “El Eco del Mediodía” promocionando sus exquisiteces.
En 1865, la confitería “La Primera” estaba situada en el número 2 de La Almedina. Sus especialidades eran el mazapán de frutas y los bizcochos rellenos, aunque en estas fechas también salían del horno bizcotelas, turrones de almendra, “aniz de rosa” y figurillas de azúcar. Sebastián Sánchez tenía su obrador en la calle Real, frente a la actual calle Gravina. De él sacaba alfajores morenos, mazapanes mezclados con frutos secos, peladillas y su dulce más singular: roscos de avellanas, nueces y yemas. Sebastián Sánchez prometía en sus anuncios que todo estaba delicioso, se ofrecía “abrillantado” y a “precios convencionales”.
La confitería-repostería del “Malagueño” se inauguró en 1855; vendía roscos de vino y aguardiente, tortas reales, corazones decorados y turrones elaborados de una infinidad de sabores: leche, naranja, avellana, chocolate o coco. Los tamaños de los pastelillos de Semana Santa satisfacían a todos los gustos porque había desde pequeños -a medio real- hasta bandejas inmensas por 40 reales. Los fanáticos de la carne de membrillo aquí tenían su santuario. Además, el “Malagueño” realizaba sorteos con números que él mismo repartía a quienes efectuaban una compra superior a “una libra” de sus productos. Los premios, súper originales: la figura de un caimán relleno de dulces valorada en 500 reales. En 1869 también existía una confitería en la calle de Las Tiendas, esquina con la de Perea. Su propietario era Manuel Romero García, dueño a la vez de una sombrerería colindante.
En 1875, “El Malagueño” continuaba sirviendo a los almerienses, ampliando su oferta de la década anterior con una nueva receta de pasteles de carne o de almíbar y bollos de mantequilla. Su competencia era desde 1866 “Confiterías Sevillanas” de Santiago Frías Lirola y María Somohano, que abrieron dos despachos de manjares: uno en la calle Real, número 3 y otro en el Paseo, junto a la Puerta de Purchena. Elaboraban sus propias recetas y traían viandas de Jijona, Toledo, Alcoy o Alicante, según sus anuncios en el periódico La Crónica Meridional.
Abrió en 1835 y cuatro décadas después seguía funcionando en la calle Sócrates la “Panadería Albacete”, casi vecina a la pastelería de las “Cuatro Calles”. Eran más modestas, pero ofrecían bollos de manteca con los que endulzar la Cuaresma. Añadir que todas las tahonas mencionadas ardían con leña astillada que suministraban carpinteros como Antonio Asensio, en el Puerto.
En 1880, el Paseo se articulaba como la nueva arteria de la ciudad y muchos establecimientos decidieron trasladarse allí. Otros, como el pastelero Mariano Ódena, directamente inauguraron sus negocios en la avenida. Ódena montó la “Pastelería La Palma Catalana” en el número 8, donde las golosinas de Cuaresma evidenciaban que al negocio llegaban nuevos tiempos. También organizaba sorteos de pasteles con los números que entregaba a los clientes que se gastaran más de cuatro reales. Además, se anunciaba como “proveedor” de dulces de la “Real Casa” y el 24 de julio de 1886 adaptó la maquinaria del obrador para que funcionara con gas. A principios del siglo XX se estableció en Barcelona.
Sobre 1881, distintas panaderías de la capital que solo servían barras durante el año aprovechaban las fiestas de Navidad o la Cuaresma para ampliar su reducido catálogo de productos. La “Panadería Catalana y Madrileña” incluyó ese año el bollo de aceite, que vendía a 58 reales la arroba o a 60 si se le añadía almendras. El establecimiento estaba situado en el Paseo frente al “Teatro Principal” –edificio de Banesto de hoy- y además del pan de Viena caliente tenía bollos sevillanos, bollos de agua y roscas.
Durante 1885 las “Confiterías Sevillanas” perdió el plural y se disgregó quedando un despacho en la Puerta de Purchena y otro en la calle Real, regentado por el empresario Antonio Otero Álvarez y su mujer Carmen Somohano Muñoz. Éste modificó el nombre del comercio y le puso “Primitiva Confitería Sevillana” y desde la Semana Santa de aquel año introdujo manteca de vaca de Hamburgo para las amas de casa que preparaban delicias culinarias en su hogar. Además, con la llegada del ferrocarril a la capital, Otero elaboró un inmenso pastel con el diseño del edificio de la estación y un tren circulando por las vías. Tras las muertes del matrimonio (1892 y 1893) y de su hija Amalia (1891) el negocio volvió a reunificarse, ya como “Confitería Sevillana” y con los dos despachos como sucursales. Precisamente uno de sus oficiales de confitería, Juan Soriano López, se estableció en la calle Murcia 67 y luego en La Almedina con el nombre de “Dulce Alianza” donde ofrecía toda clase de productos, según él mismo publicó en el diario “La Restauración”, en junio de 1895.
“La Dulce Alianza” de Miguel Mateos Hernández o Enriqueta Sánchez Moncada data de 1888 y estuvo en la calle Castelar, junto al Café Suizo, y desde hace un siglo en el Paseo. Por su parte, “El Malagueño” fichó a la joven dulcera Fecunda Amador Suárez que elaboró para Cuaresma “frutas de cera” que obtuvieron un gran éxito.
Durante la Semana Santa de 1890 “La Palma Catalana” trajo hasta Almería los chocolates de los Padres Benedictinos. Era el único establecimiento de la capital que los tenía y costaban dos o tres pesetas, según fuesen de canela o vainilla. Reseñar que en la Rambla de Alfareros el confitero Isidoro Padilla tenía su negocio que, tras la Semana Santa de 1896, lo amplió y mejoró sirviendo sus manjares, en ocasiones, a los pobres del asilo provincial. En la Plaza Bermúdez también existía un obrador, similar al de otro artesano: Eduardo Florido. En el siglo XIX de la provincia, lógicamente, también había tahonas y obradores donde se cocían exquisitos dulces de Semana Santa. Por poner un ejemplo, en Tabernas estaba la “Confitería del Casino” de Cándido Jaén Sola, que desde la plaza de la iglesia suministraba tartaletas y bizcochos a toda la comarca.
En definitiva, nuestros tatarabuelos, dentro de sus posibilidades, tenían la opción de pasar la Cuaresma con pastelillos, golosinas y bollicos tiernos. Era la forma de endulzar aquella durísima vida del siglo XIX en una capital que tenía solo 35.000 habitantes.
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