Los chorizos buenos
Almería
Este embutido ha protagonizado durante lustros las meriendas veraniegas de los niños almerienses y los bocadillos para los recreos

Almería/Es absoluta casualidad que hoy, día de las Elecciones Generales, las “Pequeñas historias almerienses” hablen de los chorizos. Algún domingo tenía que ser. Este producto, tan español, tan vinculado a los cerdos y que ha quitado el hambre a varias generaciones también tiene su pequeño recorrido por la semblanza de los pueblos y de las gentes.
Es verdad que la Real Academia Española admite el vulgarismo de “chorizo” como sinónimo de “ratero o ladronzuelo”. Por eso, no iríamos desencaminados si hablando de chorizos nos referimos a quienes se untaron las dos manos y no precisamente del pegajoso pimentón picante o dulce que el embutido lleva como ingrediente. No es necesario irse lejos para toparte cara a cara con alguno de estos chorizos de dos patas que prefieren el sobre al papel estraza de la carnicería. Y lo más gracioso es que suben y bajan libremente las aceras, hinchados como un alemán rebosante de cerveza rubia, y con tal halo de soberbia que debes apartarte para no ser arrollado. Habría que concederle la medalla al mérito “choricil”, consistente en la plaquita de metal que llevan las ristras de embutidos, con su guita grasienta y todo para que la luzcan bajo su sebosa papada. Y luego, que el Tito Berni les organice un ágape.
Pero no. El chorizo al que me refiero es al bueno de verdad. Al de la mezcla elaborada, compuesta por carne de cerdo, sal, ajo y pimentón. Ingredientes que, también casualidad, le otorgan su característico color rojo; nos resultaría mosqueante comprar una tripa verde o morada porque pensaríamos que nos han timado. O que la crearon artificialmente con la porquería esa de las 3D que, en lugar de textos y fotos en un folio, te imprime un filete de carne o una loncha de jamón de york.
Un tesoro en la alacena
Las generaciones de chiquillos almerienses de los años sesenta y setenta tenían al chorizo como uno de los manjares para sus bocadillos. Las madres más innovadoras restregaban al pan un tomate que olía a tomate y le echaban un chorro de aceite del bueno. La simpleza de media barra con rodajas que sobresalían por los bordes cubrió durante años las necesidades alimenticias de meriendas veraniegas y recreos escolares. Los linajes con abolengo venido a menos también comían chorizo, pero racionaban a dos las lonchas para sus niños. No había para más. Ahora, muchas familias se preocupan por las calorías que atesora un buen bocata de 66 gramos; si tiene demasiadas proteínas o si lo de dentro del pan –que es lo gustoso- pesa más de 20 gramos. Al final, el niño muerde el bocadillo con regomello y desazón, como si cometiera un pecado contra el “dios” colesterol.
En la postguerra, quienes guardaban un kilo de chorizo en la alacena tenían un tesoro. La jefatura de abastos y transportes de Almería fijó en 1941 en 3,41 pesetas el kilo del chorizo “tipo Hamburgo”, un precio mucho más bajo que el salchichón o la mortadela, marcado en 25,6 pesetas. Diez años después, se popularizaron las “matanzas” en las zonas rurales de la provincia y se puso de moda el “chorizo riojano” como producto de autoconsumo. También se podía encontrar en algunas carnicerías de La Plaza.
Antes de consolidarse en los años sesenta como embutido para bocadillos, el chorizo comenzó a emplearse en las cocinas de nuestras abuelas y madres para aportar grasa y sustancia en el sofrito de diferentes platos con enjundia: judías, menestra de verduras, migas, garbanzos, michirones murcianos, callos a la extremeña… Y décadas antes de que la hostelería almeriense inventara la desagradable carta de tapas con suplemento, los ultramarinos y bares locales dieron rienda suelta a los bocadillos. Y luego, al chorizo al infierno que le pegabas fuego allí mismo.
Bocadillo a 4 pesetas
Muchos abuelos recordarán los bocatas que, en 1961, elaboraba y servía “Casa Gervasio” o “La Oriental”, fundada por Gervasio Losana Andrés (1877-1945) y que entonces regentaba Inocencio Fernández Alonso. Por 4 pesetas podías meterte entre pecho y espalda uno de chorizo con un “biscuter” de “Cerveza El Águila”; más tarde eliminó la bebida y amplió la variedad a mortadela, salchichón y sobrasada a 3,50 ptas. El establecimiento, en el Paseo y desde 1965 en la calle Ricardos, fue pionero en la instalación de refrigeradores eléctricos “Anglo” para la conservación de los alimentos. En la calle Real del Barrio Alto, frente a la “Panadería El Cañón”, era famoso el “Bar Casa Antonio”, donde vendían unos enormes bocadillos de chorizo o morcilla y un botellín de cerveza por 10 pesetas.
Pero el triunfo absoluto del chorizo como embutido para bocadillos o entremeses domésticos llegó a Almería en 1962 de la mano las tiendas “Spar”. La red de comercios denominada “cadena voluntaria de alimentación” vendía paquetes de cien gramos de la marca “Urbia” por 7´90 pesetas; también ofrecía el de “Cantimpalo” en un papel estraza, a 17 pesetas los 200 gramos, y otro que llamaba “de puro lomo” a 125 el kilo. La alta demanda del producto, a mediados de los sesenta, provocó una subida de su precio. Pero también una mayor variedad de marcas y procedencias. Llegaron los tipos “Cular” y “Vela” y los de las etiquetas “Moncayo”, “Barnils”, “Pamplonica” o “Felvi”, cuyos cien gramos al corte valían 9,70 pesetas.
Fue en marzo de 1968 cuando las amas de casa almerienses comenzaron a encontrar en las estanterías de los supermercados el “Chorizo Revilla”, marca muy ligada al producto gracias a sus constantes campañas de publicidad en radio, televisión y cine con aquel “Chorizo Revilla, un sabor que maravilla” que canturreábamos. El cuarto de kilo, en lonchas al corte, valía en marzo de 1968 algo menos de 20 pesetas.
En los años setenta, el chorizo pasó a ser un producto más que cotidiano. Un alimento imprescindible para el tapeo casero o las meriendas. “Revilla” lanzó en 1973 un precioso estuche de un kilo de la variedad “extra” por 219 pesetas y poco después otro bautizado como “selecto”, algo más barato: a 162.
El de “El Pozo”, de “Industrias Cárnicas Fuertes” de Alhama de Murcia, comenzó a verse por Huércal Overa, Albox y Cuevas del Almanzora sobre 1974, cuando llegaban a las tiendas alguno de los seis camioncillos frigoríficos de la flota de la empresa. Aunque en 1968 ya tenía su distribuidor local en la calle Ferrete de la capital, alrededor de 1975 se introdujo de forma masiva la marca “Campofrío”, cuyos 250 gramos al corte costaban 44 pesetas, aunque subió más tarde a 59.
No debemos olvidar a los chorizos almerienses. Siempre los hubo. Ahora están de moda los embutidos elaborados en Campohermoso, Serón o La Alpujarra. Por todo esto, se entiende que aquellos niños que hoy son padres o abuelos evoquen con añoranza el bocadillo de chorizo en las tardes de las calles veraniegas sin asfaltar o en los patios del recreo. El intenso y persistente aroma que, colgado en una alcayata de la despensa, expandía por la puerta de la cocina; el sabroso y picante primer bocao a una tripa recién comprada; la textura consistente, rugosa, firme y compacta al tacto o el sabroso último mordisco al pezoncillo de chorizo que penduleaba de su guitilla, junto a la anilla de metal. Son, como decíamos al principio, los chorizos buenos.
Como comprobarán, éstos nada tienen que ver con la política electoral que ejercemos hoy, aunque nos acordemos de aquellos indignados del 15-M de hace una década cuando gritaban “No hay pan para tanto chorizo”. Ésos; ésos chorizos sí que son los malos.
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