La Catedral de Almería, medicina para el espíritu

La Catedral de Almería en la vida de... Juan José Pérez Lázaro (médico)

Recordar lo que fue, puede revestir a ese pasado con la pátina de la nostalgia, sin embargo, cuando los recuerdos siguen siendo presente, no hay sentimiento de ausencia sino de plenitud

La Catedral nos pertenece a todos, sean cuales sean las creencias religiosas

La Catedral de Almería, hacedora de nuestra Historia

El médico Juan José Pérez Lázaro con el claustro de la Catedral de fondo
El médico Juan José Pérez Lázaro con el claustro de la Catedral de fondo / D.A.
Magdalena Cantero Sosa

04 de agosto 2024 - 08:00

Para el médico almeriense, Juan José Pérez Lázaro, profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública de Granada, especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública y doctor en Medicina por la Universidad de Málaga, los recuerdos y vivencias de la Catedral de Almería son parte de su día a día, como lo es el Casco Histórico, quizá porque la belleza y los intangibles son innegables determinantes para mejorar la salud pública.

Decía don Antonio Machado que «Sólo recuerdo la emoción de las cosas, y se me olvida todo lo demás” afortunadamente Juan José goza de una excepcional memoria capaz de hacernos alcanzar la emoción.

Era el final de los sesenta y principios de los setenta. Yo vivía muy cerca de la Catedral y estudiaba en el Colegio Diocesano. Hacía pocos años que había muerto mi padre, y mi madre tuvo un papel crucial en un periodo de gran austeridad e incertidumbre para mi familia. Ella era muy religiosa, y los genuinos valores cristianos y la relación con la Iglesia eran algo normal en aquella época: no hubo nada extraño en mi amistad con la Catedral.

Su plaza tenía entonces un gesto bullicioso, lleno de vida, y era lugar de paso para la gente del barrio de La Almedina; la recuerdo como un espacio aparentemente exclusivo de nuestros juegos. La desolación actual de las zonas antiguas de Almería tardaría muchos años en llegar. El mundo era muy diferente, y mis recuerdos me evocan personas más que lugares: amigos leales e inseparables; profesores, queridos algunos, temidos otros; un guardajardines —figura lamentablemente desaparecida— de muy mal carácter; y muchos, muchos curas. La plaza de la Catedral era el escenario que, de alguna manera, daba forma y participaba en nuestra vida.

La plaza de la Catedral era el escenario que daba forma a nuestra vida

Mantengo relación con algunos de aquellos compañeros. Ellos me ayudaron a descubrir la amistad y a vivirla en el sentido que decía Goethe: «El más puro disfrute conjunto de la vida, la alegría que supera barreras, diferencias y distancias artificiales», y con ellos emprendí algunas aventuras emocionantes, como la exploración de la Catedral, que nos resultaba solemne y familiar a la vez. Nuestras andanzas en ella eran siempre delicadas debido al cuidado singular de don Perfecto, el sacristán, hombre muy serio —castellano, para más señas—, y para quien las pinturas del altar mayor eran de José de Ribera; la Inmaculada del Coro, de Alonso Cano; y, en general, los más importantes artistas que alcanzaba a reconocer su entendimiento estaban allí presentes: tal era el orgullo que sentía por su Catedral.

Mis amigos y yo fuimos testigos y actores involuntarios del espectacular encuentro del general Patton y el mariscal Montgomery en la plaza de la Catedral que aquel día fue una plaza de Messina. Era el año setenta y nosotros estábamos embelesados en la esquina del Diocesano con la emoción de quien se sabe partícipe de un momento cinematográfico, pero histórico. La disciplinada y obligatoria asistencia a misa y otras ceremonias religiosas en la Catedral nos avalaba como actores consagrados.

El Diocesano era un colegio religioso donde la formación y la disciplina entraban con mano dura. A pesar de todo, recuerdo con afecto a los buenos profesores, que eran invariablemente quienes nos trataban con más cariño; quienes preparaban con más esmero y dedicación sus clases, incluso con imaginación; y quienes nos enseñaron el valor del esfuerzo. Me gustaría rendir un pequeño homenaje a aquellos pocos cuyas enseñanzas me han guiado a lo largo de los años; y a la única profesora, de Historia concretamente, a quien todavía veo por la calle. A pesar de toda la tecnología y los años transcurridos, ¡qué poco ha cambiado la buena docencia!

La disciplinada y obligatoria asistencia a misa y otras ceremonias religiosas en la Catedral nos avalaba como actores consagrados
/ D.A.

Recuerdo con especial aprecio a compañeros brillantes y muy estudiosos que procedían del barrio de la pescadería o a algunos alumnos internos, igualmente inteligentes y aplicados, que venían de pueblos cercanos. Al correr los años, he comprobado que no todos lograron lo que merecían. Yo no era consciente entonces del impacto que pueden tener las desigualdades para alcanzar éxito social o económico, ni de lo poco que en ocasiones tiene que ver el mérito con lo que entendemos hoy por éxito o fracaso.

A la vez que crecía mi amistad y afecto por mis compañeros de colegio, aumentaba mi admiración por el templo de la Catedral, aunque no me resulta fácil explicar por qué; no soy experto en arquitectura ni en arte, pero sí creo saber de la emoción que ambas producen; me siento atraído por la sencillez y la claridad de sus muros y naves, sus altas columnas, su claustro radiante…; pero no me parece suficiente para interpretar mis sentimientos cuando paseo por el templo en silencio o cuando recuerdo mis tardes de estudiante en el claustro, entonces frondoso y accesible.

Creo que es difícil explicar porque a la belleza de la Catedral le pasa como a la amistad, que son cualidades intangibles. La Catedral puede ser grandiosa, impresionante, emocionante, acogedora; con todo, estas cualidades finalmente solo se hacen evidentes cuando te sientas en el coro o en un banco de su nave central y compruebas, en silencio, que cuanto se ha creado a lo largo del tiempo, de los siglos, te hace sentir bien y te concede un poco de felicidad y, por qué no, de orgullo.

La Catedral también es bella porque me trae a la memoria aquellos sentimientos amables de los buenos tiempos que viví gracias a mi familia, a los amigos, a los profesores; o gracias al precioso claustro y sus jardines, a la alegre plaza y sus juegos, al hermoso templo y su techo estriado. Soy consciente del valor de lo heredado, de lo aprendido a través de los años. Ahora veo la Catedral con una mirada en la que convergen multitud de almas generosas y queridas.

Con motivo del V Centenario de su construcción, es un buen momento para, al margen de nuestras creencias religiosas o de otro tipo descubrir que la Catedral nos pertenece a todos y que es el resultado de una era de convivencia.

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