El caso del cobrador de autobús de Almería que encontró un cuarto de millón
Pequeñas historias almerienses
Francisco Sánchez Gálvez halló 257.000 pesetas en 1980 y las entregó, en un gesto de honradez
Al no aparecer su propietario en el plazo legal que marcaba la ley, fueron para él
Hace 44 años, los autobuses urbanos de la capital almeriense eran auténticas “chatarras autopropulsadas”. La flota de la empresa SALTUA estaba integrada por viejos e incómodos vehículos que cubrían catorce líneas, casi todas deficitarias. La concesionaria era una sociedad laboral constituida en 1974 por 122 de sus 131 trabajadores, que debía cumplir un antiquísimo pliego de condiciones con el Ayuntamiento, firmado en 1948. Los barrios no estaban comunicados entre sí y era imprescindible subirse y bajarse dos o tres veces para cruzar la ciudad; por ejemplo, desde Torrecárdenas a El Zapillo o desde Los Molinos a Pescadería.
En el año 1978 el déficit de SALTUA era de 14 millones de pesetas, por lo que la renovación de la flota y la mejora del servicio se tornaban imposibles. Los vehículos carecían de las actuales comodidades de los autobuses urbanos: eran antiguos, contaminantes, incómodos y ruidosos y en algunas líneas –como las de “Playa” en verano- transportaban más viajeros que espacio disponible. Las paredes interiores de los viejos “Barreiros” o “Pegaso” estaban repletas de prohibiciones y advertencias al pasajero, casi siempre incumplidas: “No molestar al conductor”; “prohibido escupir en el suelo”; “No fumar”; “Muestre su billete al revisor” …
El chófer debía manejar un volante de casi un metro de radio y una palanca de marchas gordísima, que sobresalía de aquella caja de cambios que parecía un sarcófago. Y en la parte trasera, subido en una tarimilla de metal y sentado en una silla de “skay”, estaba el cobrador. Los viajeros entraban por la puerta trasera, pagaban el importe y el operario les entregaba el billete que debían portar consigo durante el trayecto por si aparecía el inspector. No había “bono buses”, ni tarjetas, ni aire acondicionado, ni sistema para controlar los horarios de salida o llegada. Todo lo más, un par de cuerdas mugrientas a lo largo de la carrocería interior de la que había que tirar con fuerza para que sonara una estridente campana y el conductor supiera que debía detenerse en la siguiente parada.
Cobradores de autobuses han existido desde que se inventaron las líneas urbanas hasta que algún listo “amortizó” el puesto y puso a los conductores a gestionar el acceso y abono de los viajeros. Doble trabajo y doble responsabilidad. En Almería, en los años sesenta era famoso el cobrador Juan Sola Uroz (03/10/1938), que luego se reconvirtió en chófer y en los setenta Miguel Guerrero Rubio (1926), que llegó a presidir la sociedad en 1978.
Otro de esos 131 trabajadores de SALTUA de hace 44 años era Francisco Sánchez Gálvez. Ejercía a diario la función de cobrador. Con la rutina que imponían los turnos, subía y bajaba de aquel púlpito móvil para cobrar el importe del billete y entregar el resguardo al usuario del servicio. Sin serlo, ejercía la función de “apaciguador” de entuertos cuando –cosa rara- surgía alguna pequeña disputa entre los viajeros por cuestiones insignificantes. Un trabajo monótono, pero siempre en contacto con el público. A muchos almerienses los conocía de tanto ir y venir.
Fruta podrida y billetes
El 28 de marzo de 1980, Francisco inició su jornada laboral vespertina como cualquier otro día. Cobraba en el vehículo que cubría la línea que paraba cerca de la Estación de Autobuses –entonces en la antigua Plaza de Barcelona, hoy Plaza Juan del Águila-. De repente, observó que junto a uno de los asientos vacíos alguien había olvidado una bolsa de plástico. Como llevaba algo en su interior, la cogió con cuidado y la guardó con mimo durante toda la tarde, por si volvían a reclamarla. Nadie lo hizo cuando su horario laboral concluyó. A Francisco le picó la curiosidad y en las naves de SALTUA decidió abrir aquella misteriosa bolsa.
La primera impresión fue de repugnancia. Había varias piezas de fruta que estaban muy maduras, casi podridas y al lado una maquinilla de afeitar con sus cables eléctricos sueltos. En el fondo, una oxidada lata de metal redonda y cerrada. Francisco giró la tapadera y la abrió. La sorpresa fue tremenda. De aquel espacio reducido y minúsculo comenzaron a desplegarse y a salir sin orden ni concierto billetes de mil pesetas. Muchos, demasiados. Como si fuera la fuente de la riqueza. Francisco se quedó estupefacto al comprobar aquel tesoro verde escondido, aquella fortuna que no tenía dueño.
Cuando se tranquilizó, puso en orden todo el caudal; ordenó los billetes en pequeños fajos y los contó uno a uno. Con paciencia: 257.000 pesetas. Una fortuna; un dineral; un capital inmenso si tenemos en cuenta que en 1980 el salario base en España era de unas 22.000 pesetas.
Francisco no lo dudó. Puso el hecho en conocimiento de sus superiores y se dirigió a las autoridades para informar del hallazgo. Otros se habrían callado y, esa noche, la lata con los billetes habría terminado en una mesita de comedor. Pero Francisco Sánchez Gálvez se comportó como una persona honrada, como un trabajador honesto; como un ciudadano íntegro y cumplidor con la ley.
Las fuerzas de seguridad locales se hicieron cargo del tesoro para custodiarlo en “objetos perdidos”, no sin antes informar a Francisco que había que aguardar dos años y medio por si el dueño del dinero aparecía y demostraba que era suyo. El cumplidor cobrador de autobús se marchó a su casa con sus cuatro hijos con la conciencia tranquila. Luego confesó que esa madrugada no pudo pegar ojo memorizando y repasando mentalmente qué viajero de los que pasaron por su mostrador podía ser el propietario legítimo de tan importante caudal. ¿Un borracho obnubilado por el vino que olvidó la bolsa? ¿Acaso alguien de un pueblo que vino de fiesta a la capital? ¿Sería robado? ¿Quién olvida 257.000 pesetas y no se vuelve loco buscándolas?
El tiempo pasó deprisa. Días, semanas, meses… Francisco retomó su rutina laboral hasta que un día del verano de 1982 lo localizaron para darle una gratísima noticia. La recompensa a su generoso acto. El plazo legal que marcaba la ley para que el dueño reclamara el dinero había expirado y el honrado cobrador de autobús se convirtió en el nuevo propietario.
Casi con más nervios que el día del hallazgo, Francisco acudió a la oficinilla municipal de objetos perdidos. Allí estaba el fajo de las 257.000 pesetas, junto a paraguas cerrados, llaveros con llaves de cerraduras anónimas, gafas de muchas dioptrías, abanicos de flamenca si desplegar y carteras con monedillas sueltas revueltas con medallicas de la Virgen.
Francisco recibió el dinero con alegría, pensando que servirían para mejorar su economía familiar. El periodista almeriense Jesús Pozo fue testigo de la entrega del dinero y a él, el afortunado cobrador le declaró que el dinero lo iba a invertir en comprarle ropa nueva a sus cuatro chiquillos y a reparar unos desperfectos de su coche, un Renault 5.
Ha pasado de aquello casi medio siglo. Pero la hazaña de honradez de aquel trabajador merece ser recordada y puesta en valor. Como ejemplo para muchos. Y muchas
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