Almería invisible VI. Palmeras en los ojos
Encuentros con la pobreza extrema
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Bajo de la luz de una farola del parque, Ismael parece dormir. Yace en un banco, dando la espalda a quien lo ve, una pierna echada sobre el respaldo, destapado, con un bañador rojo como única prenda. Su cabeza reposa sobre una bolsa acolchada, y abraza una mochila como un niño abraza su osito de peluche. Al lado reposa un carrito de supermercado lleno hasta arriba de chatarra y bolsas de plástico. En su ruta nocturna de asistencia e información, el coche de una organización social de ayuda a los sintecho lo ve y se para. Dos voluntarios se acercan y lo llaman varias veces por su nombre. Ismael no se mueve.
Los ha oído, pero le ha aflorado un resentimiento, contra todo y contra todos, que nunca le abandona. «Estoy harto -–se dice-- de sándwiches de queso, siempre queso y caldo». Tampoco quiere pasarse más por el centro de acogida y asistencia a los sintecho al que los voluntarios le suelen invitar a ir. La última vez lo echaron. «Mal comportamiento», rumia y se ríe para dentro, pero es una risa agria. «¿He ensuciado las duchas? ¿Y para qué quieren a la mujer que las limpia? ¿La he liado cuando me lo han dicho? Que se jodan».
Además, está cansado y no tiene ganas de hablar. Quiere que lo dejen en paz. Ha buscado todo el día en contenedores, levantando tapas, metiendo la cabeza por el hueco para ver mejor, revolviendo basura y escombros con un palo. La chatarra se paga por peso, pero hay cosas más interesantes entre los residuos desechados. Ha encontrado unas cacerolas y unas lámparas destartaladas que mañana venderá en el mercadillo del Puche.
Antes de tumbarse ha notado un picor intenso en los ojos, sobre todo al cerrarlos. Son las «palmeras» que ha cogido, piensa, rebuscando en la basura. «Mierda de bacterias que cría la mierda de los pañales, la mierda de las compresas y otras mierdas de los contenedores de basura», se dice, y se le queda una mueca de asco y resignación: «bebés, mujeres, familias». Quiere creer que ahí está la causa de sus «palmeras» y de otras desgracias.
El sueño se le resiste, y la cabeza le da vueltas. Él también ha tenido bebés, esposa, parejas; ha vivido bajo un techo, en su país, en Almería, en Madrid, en Murcia … Pensar en la vida familiar le provoca arcadas. Le recuerda que es un fracasado. «Cambiar los pañales, sí, mejor que buscar en la basura, pero no lo haría, no. Eso es cosa de mujeres», piensa.
Se divorció de su esposa cuando se vino a España. «¿Y para qué iba a seguir casado? ¿Para enviarle dinero mientras ella folla con otro?». No lo sabe, pero se lo imagina, y la imaginación tiene más poder que la realidad. Mentalmente golpea varias veces la palma de una mano contra la abertura más ancha del puño de la otra. No le queda energía para más.
Se revuelve inquieto. Maltrató a su última pareja. Guarda en la mochila una sentencia de alejamiento. Está entre otros documentos, en una funda de plástico tamaño A4: la historia de su vida según las autoridades; toda su riqueza en una mochila. La denuncia lo dejó en la calle. Tras treinta años en España, vive como un perro, tirado en un parque.
«Fui profesor de matemáticas, he leído mucho –rememora--, pero la cagué porque mis padres no me enseñaron el camino recto. No me dieron ejemplo». Resentido, echa la culpa a sus padres por haberla cagado, y a su última pareja, a la que maltrató, por acabar en la calle.
Se vuelve a mover, inquieto, y nota dolor en un tobillo. Le cuesta doblarlo. Es una secuela del día que escapó de la policía de su país. Fue hace treinta años. Saltó desde un balcón para evitar el arresto, y acabó en España con un esguince mal curado. Vuelve a esbozar una sonrisa que se muere sin llegar a completarse. Ahora los ojos le preocupan más. «No me opero mientras pueda ver», se dice.
El sueño casi lo ha vencido cuando oye pisadas acercándose, despacio, y una respiración agitada. Intuye que hay peligro. El extraño está hurgando en su carro, intentando abrir una bolsa. Ismael se incorpora de un salto, con un palo en la mano, el mismo que usa para rebuscar en la basura, y junto al que duerme: compañero inseparable; utensilio de trabajo de día; arma de defensa de noche.
El extraño da varias zancadas rápidas hacia atrás y saca un cuchillo. Es delgado y oscuro como la noche. La visera de una gorra calada le tapa los ojos.
Ismael aprieta el palo y se acerca hacía el intruso con gritos sordos:
«¡Hijo de puta, te voy a matar!», pero la sombra, joven y ágil, mantiene la distancia.
«Te mato y te meto en un contenedor para que te triture el camión de la basura; te triture los huesos. Vas a desaparecer y nadie te va a encontrar. Nadie te va a echar de menos, cabrón.»
Ismael le grita enseñando dientes apretados a través de unos labios que se mueven sin abrir la boca, y el extraño se aleja y desaparece en la noche.
Ismael se queda resollando, inmóvil, con el palo en la mano, apuntando hacia donde se ha ido el asaltante nocturno.
Toma consciencia del escándalo que se puede haber formado y alza la cabeza. Mira hacia arriba, hacia las ventanas de los edificios, y distingue un vecino asomado. «¿Qué miras?», le grita, y este esconde la cabeza.
Ismael justifica la posibilidad de matar al agresor. «Si lo mato con razón, el dios me perdonará. Si mato a alguien sin razón, el dios me castigará». Razona que la justicia está de su parte y que el ladrón se merece el castigo. Su interpretación de algunos pasajes aislados del Libro sigue siendo su referente moral, la justificación de sus actos, y la justificación última de su existencia. ¿Qué le queda aparte de eso?
No sabe cuánto tiempo ha pasado. Sigue parado, armado, preparado. En el parque comienza a oírse el gorjeo de los pájaros. Falta poco para que amanezca e Ismael sabe que ya no logrará dormir, aunque se siente cansado. El parque le pica más que los ojos. Le escuece el alma. Pone el palo sobre el carro y, empujándolo, sale del parque y se aleja calle abajo. Ve una pintada sobre la pared, «INMIGRANTES FUERA». Se para y piensa. «La vida es agresión; es violencia. Está escrito».
Ismael continúa su camino, pero ya no sabe por dónde va, ni hacía dónde se dirige. No ve. Tiene palmeras en los ojos.
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