Almería invisible V. El reflejo de un posible futuro

Encuentros con la pobreza extrema

El día a día de las personas que viven sin un techo

Almería invisible IV. La comunidad de los sinhogar

La gente que vive en la calle rehúye a menudo del trato con otras personas
La gente que vive en la calle rehúye a menudo del trato con otras personas / D.A.
Francisco M. Arqueros

24 de noviembre 2024 - 08:00

No sé, ni sabré cómo Ermitaño acabó en la calle. Ni siquiera he logrado conversar con él a pesar de intentarlo todo el verano. Una noche a principios de septiembre, lo encuentro tumbado boca arriba en su portal y le ofrezco sándwiches y magdalenas. Ermitaño rechaza el ofrecimiento, como en otras ocasiones. Sin mirarme, sin hablar. Solo mueve la cabeza. Una semana más tarde no lo encuentro. Tampoco está su trozo de cartón. La semana siguiente tampoco está, ni la siguiente…

Sin haber vivido en la calle, no logro ver el mundo a través de los ojos de un indigente. Tras acabar mi ronda nocturna de asistencia e información a los sin hogar (con Cruz Roja), vuelvo a mi cama bajo un techo. Tengo agua corriente, electricidad, wifi. Sin embargo, a veces me veo reflejado en los ojos de los sin hogar.

Siento simpatía por un tipo de usuario; responsabilidad por otro; antipatía por algunos, pero siempre hago mi trabajo, como los demás voluntarios.

Cada noche le recuerdo al conductor que no olvide pasar por el portal en el que duerme Ermitaño, un indigente rumano de unos 50 años. Como norma, no debemos atender a un usuario si no vamos acompañados. La seguridad de cada voluntario es responsabilidad del equipo. Con Ermitaño, sin embargo, pido que me dejen ir solo, para no intimidarlo ni avergonzarlo. Dani, el conductor, se acerca conmigo, pero se queda atrás, fuera del campo de visión de Ermitaño.

Llevo un sándwich y magdalenas. En la oscuridad del portal no sé si duerme. Mis ojos se adaptan a la penumbra y veo que está destapado, boca arriba. Las piernas se le han quedado delgadas como brazos; las mejillas se hunden como pozos bajo los pómulos; la barba reposa sobre su pecho; los ojos, abiertos, miran hacia arriba, sin pestañear. 

«Nopte buna», digo. Tarda en reaccionar. «Nopte buna», repito, y me mira sin mover la cabeza.

«Vrei un sandviș cu brânză sau curcán?» [¿Sándwich de queso o pavo?]

He aprendido unas pocas palabras en rumano para intentar conectar con él, pero niega con la cabeza, sin hablar.

No sé para qué nos pasamos. Nunca quiere nada, ni se ha pasado nunca por CASA [el centro de asistencia de Cruz Roja], pero me digo que hay que echarle un ojo y mantener el contacto, sin presionar, sin molestar, con discreción, aunque rehúse nuestra ayuda. Me pregunto también por qué siento la necesidad personal de contactar con Ermitaño.

Una semana más tarde viene Claudia en la furgoneta, una voluntaria rumana. Es su primera noche y le hablo sobre Ermitaño. Espero que una hablante nativa logre conectar con él. Para no intimidarlo me quedo un poco atrás y dejo que Claudia se acerque. Se acuclilla frente a él y le habla con suavidad. «Nopte buna», repite varias veces, e insiste hasta que Ermitaño se incorpora con un repullo.

Hablan, pero, según luego me dice Claudia, su mente está nebulosa. Hay pausas largas entre palabras y frases cortas. Ermitaño dice que no necesita comida y enseña una fiambrera de plástico vacía. «Ya he comido», dice con fatiga. Siguen hablando. Claudia no cree que haya comido y me indica que le traiga un sándwich y agua.

Cuando nos vamos, chocamos las palmas. ¡Lo conseguimos! «Le avergüenza pedir», dice Claudia.

La semana siguiente me acepta un sándwich y agua fresca. Tiene una botella grande medio llena; otra, pequeña, vacía. Me la da y me dice que solo le rellene la mitad «¿Por qué la mitad y no entera como quieren todos?», pienso. Le menciono la ayuda que puede obtener en CASA, y le ofrezco un panfleto con el mapa de Almería, donde está señalada la localización del centro. No lo quiere. «Está muy lejos», dice.

Dos voluntarios me están esperando un poco más atrás. Antes de subir a la furgoneta se acerca un hombre de unos 30 años, alto y recio, que dice ser ceutí. Acaba de llegar de Murcia, pero está empadronado en Castilla la Mancha, y tiene que sellar el paro dentro de tres semanas. Nos pide que le saquemos una cita previa. Habla mucho. Cuenta que ha recorrido gran parte de España, que no le gusta quedarse mucho tiempo en un mismo sitio, y nos pide que le demos lo que tengamos: agua, bocadillos, una manta …

Le sugerimos que vaya al centro CASA, que allí le ayudarán. Cuando termina de hablar, se aleja. No lo volvemos a ver, ni en la calle ni en CASA. Ha sido un encuentro breve e intenso; la antítesis de Ermitaño.

«El rumano no está bien», dice Pablo, el escriba. «Antes llevaba una cruz grande de madera colgada del cuello, y se creía que era el papa». Imagino que más bien un patriarca, ya que el 90 por ciento de los rumanos son ortodoxos.

Asistimos a todo el que nos pide ayuda, pero hay un patrón. Sientes simpatía por el más necesitado; el que no quiere nada o pide justo lo necesario; o, con quien más te identificas. No tiene que ver con la justicia social.

Quizá Ermitaño está muy mal y solo espera que le llegue el final; quizá es un nihilista sin esperanza; pero, quizá lo que percibo en Ermitaño es un reflejo de uno de mis posibles futuros; y quiero mantener la esperanza; pensar que puede salir de ese pozo, porque si yo caigo en un pozo querría salir de él; o eso quiero creer.

En mi trabajo como voluntario he encontrado indigentes que han acabado en la calle por circunstancias de las que ninguno de nosotros estamos libres. Unos han perdido el trabajo, no han podido pagar el alquiler y no han tenido familiares o amigos que los cobijen. Otros han llegado de otros países, sin papeles, ni trabajo, ni dinero; otros ...

Lorenzo, soltero, 55, sin hijos, tuvo una enfermedad que lo dejó postrado tres años en una cama. Cuando se recuperó «milagrosamente», se encontró sin casa ni familiares que lo quisieran acoger. Acabó en la calle, en una silla de ruedas.

«Fui a un colegio de pago y me codeé con los mayores empresarios de Almería, pero por culpa de los nervios acabé en la calle, alcoholizado», dice Jorge.

Miguel vivía una situación familiar tensa en casa y no tenía trabajo. Salía a dar largos paseos, se sentaba en parques y dejaba transcurrir el tiempo. Cada día pasaba más tiempo en la calle, postergando el regreso a un hogar en el que no era feliz.

Una noche no regresó. Se quedó a dormir en un parque, y la noche siguiente, y la siguiente...

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