Almería invisible III. Encuentros con la pobreza extrema. "No temo la muerte"

Encuentros con la pobreza extrema

Cada persona que vive en la calle es una historia que merece ser escuchada

Almería invisible II. Lecciones de un Sintecho

Son cada vez más las personas que viven en la calle / D.A.
Francisco M. Arqueros

03 de noviembre 2024 - 08:00

«¡Me quiero morir! ¡Esta vida es una mierda!»

Son sus primeras palabras al abrir los ojos, medio tapados por las bolsas de los parpados. Sus barbas blancas le cubren los labios; por los bordes de una gorra militar se le derrama, como una cascada, una melena de cabellos canos.

Estaba dormido, sobre un cartón, tapado con una manta, y lo hemos despertado. A su lado tiene un vaso desechable con tinto hasta la mitad. Alrededor del cartón sobresale una gruesa línea de mugre.

Se incorpora dejando entrever una barriga protuberante y repite que se quiere morir. Daniela, voluntaria veterana con la Unidad Móvil de Emergencia Social de Cruz Roja, le coge la mano y sonríe: «aguanta la respiración».

Él la mira, serio, pero poco después suelta una carcajada: una mueca breve y suave, irónica y sincera.

Es mi primer encuentro con Antonio, un veterano con más de 20 años en las calles y parques de nuestra ciudad. También es la primera vez que veo a un voluntario acuclillarse, ponerse al mismo nivel de un sintecho, y tocarlo. Imito a Daniela y me acuclillo. A partir de ese momento, repetiré ese gesto con otros usuarios: acercarme a la persona, abrir mis oídos, escuchar sus historias, «ponerme a su altura», conocer su punto de vista. Ese es el trabajo de un antropólogo y Daniela lo ha realizado de manera intuitiva, porque ve a los sintecho como iguales, dándome una lección. Pero el antropólogo también debe escribir sobre ese encuentro.

Observo un andador, bolsas alrededor, una garrafa medio llena de agua, una mochila. Para levantarse, Antonio tiene que gatear hasta el banco que está a sus pies y apoyarse en él.

«Te quiero mucho», le dice Daniela. Antonio se anima y comienza su relato, un relato que continúa cada vez que me lo encuentro y me acuclillo a su lado, mientras los compañeros de Cruz Roja esperan en la furgoneta sin quejarse.

Era el hijo díscolo, dice Antonio, de una familia acomodada del norte, y el preferido de su madre. Recuerda los veraneos, con toda la familia, en un pueblo del Cantábrico. Con 16 años emigró a Londres; vivió en Ámsterdam, París, Milán; fue bailarín --danza contemporánea-- y en Mallorca bailó para la Duquesa de Alba, quien lo ovacionó y después le estrechó la mano tras su actuación.

Los ojos le brillan; dos luces lejanas de un pasado glorioso y distante en una cara acartonada y oscura, y me contengo para no llorar porque mirándolo no dejo de preguntarme, «¿cómo ha acabado así?»

En Londres, a principios de la década de 1970 era un chico atractivo y muy popular. Ponía celoso a su novio canadiense en las fiestas a las que acudían, «porque soy homosexual», dice.

Le digo que hablo inglés y continúa su historia en «inglés de la reina», pausado, bien pronunciado, casi nativo: «Una vez estuve ingresado en un hospital y las enfermeras eran irlandesas --le he dicho a Antonio que viví en Irlanda-- pero la enfermera jefa era inglesa y una tirana. Me dijeron que la saludara en irlandés ‘Póg mo thóin’, y luego no paraban de reír porque significaba ‘kiss my ass’». And before we part we shake hands while with smiling eyes he says “nice to meet you” as he holds my hand and I reply “nice to meet you too.”

Lo vuelvo a encontrar, esta vez hablando en italiano con un nuevo usuario. Como Scheherazade en las mil y una noches, en cada encuentro tiene una historia que contar. Me habla de su vida nómada, bohemia. No me dice cómo ni por qué dejó el glamour de las ciudades europeas. Solo cuenta que llegó a Tierras de Almería para trabajar de jornalero, pero no lo pudo aguantar y se fue a una cueva desde la que contemplaba la salida del sol cada mañana; luego, tras una estancia en el hospital, acabó en la calle.

No quiere alojarse en ningún albergue para los sintecho, ni en una residencia de ancianos. Es adicto al alcohol desde que está en Almería, y probablemente desde mucho antes.

Continúa narrando: «no temo a la muerte porque subiré a los cielos y allí estaré con Dios en la Gloria». Se guarda las magdalenas que le damos para dárselas a las palomas. Por las mañanas se las ofrece desmenuzadas en migas mientras las palomas lo rodean y se posan en sus manos. «Son mis amigas», dice. «No quiero vivir de pagas del gobierno, sino de lo que la gente me dé».

Persona durmiendo sobre cartones / D.A.

Me acuerdo del pasaje del evangelio, «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».

Pero, en cambio, le cuento la anécdota de Alejandro y Diógenes, un filósofo muy admirado por el emperador heleno, que vivía en la calle, en un barril, casi como Antonio:

«Pídeme lo que quieras y te lo daré», dijo Alejandro.

«Pues apártate porque me estás tapando el sol», le pidió Diógenes.

Antonio vuelve a reír con esos ojos que nunca mienten, y suelta una carcajada irónica.

La última noche que lo veo, a mediados de septiembre, está tumbado, tirado en una acera, rodeado de bolsas. Sin incorporarse, me dice que tiene mucha hambre, que no ha comido en todo el día. "¡Qué vida de mierda, esta vida es una mierda, me quiero morir!», dice. A cuatro metros veo al usuario que habla italiano. Está meando frente a un árbol y se acerca cuando acaba. Está muy borracho y dice que no quiere nada para él, pero pide una manta para Antonio.

Me dirijo a Antonio, que está ya tapado, y le pregunto si necesita una manta. Dice que no, que ya tiene una, y no quiere nada, pero el que habla italiano reacciona con ira: «¡grande merda!», repite varias veces, y cogiendo una silla blanca de plástico que utiliza Antonio comienza a golpearla contra el pavimento. La tira al asfalto. Golpea papeleras y grita palabras ininteligibles. Nunca lo he visto tan alterado. 

Otro voluntario se acerca y me dice que mejor que nos vayamos para el coche. Antonio nos pide que lo libremos del que habla italiano. Desde allí llamo a la policía. Poco después vemos al alterado alejarse y desaparecer.

Me acuerdo de la frase de Dostoievski, «el hombre teme la muerte porque ama la vida». La vida en la calle muestra la antítesis; hace desaparecer el miedo a la muerte.

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