Almería invisible I. Encuentros con la pobreza extrema. Mundos paralelos
Encuentros con la pobreza extrema
Una realidad que no lo vemos (o preferimos no ver); personas que carecen de una “vida normal” y que, cada vez más, conviven en las calles
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No sé si lo que veo y percibo es un mundo real y objetivo, si los llamados «sinhogar» habitan el mismo mundo que la llamada «gente normal» o uno paralelo.
Está tirada en el suelo, vuelta hacia la pared del cajero automático. Solo veo su espalda. Ni siquiera tiene un cartón —el habitual— entre su cuerpo y el suelo. La puerta no se abre cuando tiro, y toco con los nudillos. «¡Cruz Roja!», digo. El otro humanitario se aproxima y nos miramos. Mi intuición me dice que no es buena idea, pero vuelvo a tocar. La mujer se vuelve y me mira con los ojos enrojecidos.
«¡NOOOOO!», dice mientras niega con el índice, la cara hinchada, crispada, apuntándome con la mano.
Es Manola [nombre ficticio]. Volveremos a pasarnos otro día, pero hay que anotar la incidencia: no molestarla cuando está durmiendo.
Estamos en Almería ciudad, es sábado por la noche, y soy voluntario en un programa de Cruz Roja que atiende a los sinhogar. Hemos salido conductor, escriba, y dos humanitarios. Mientras continuamos nuestro recorrido en furgoneta, José [nombre ficticio], conductor y voluntario veterano, dice, «en el ‘Arbolico’ [nombre ficticio de una parada] Pepe y Tomás [nombres ficticios de dos sintecho] me tiraron los zumos a la cara, pero cuando no están ‘puestos’ no dan problemas». El comportamiento agresivo es infrecuente; cuando ocurre, es lo que más llama la atención, y no se olvida.
José lo ha relatado sin aspavientos. Él prefiere estar en la calle «ayudando antes que encerrado en casa». Yo también ayudo, pero mi labor no es tan desinteresada.
Soy voluntario de Cruz Roja y salgo tres veces por semana con la Unidad (Nocturna) de Emergencia Social para asistir a los que viven en la calle. También soy antropólogo y quiero comprender su punto de vista y modo de vida.
Un compañero voluntario se sorprende de que un «académico» (así me llama) haya decidido «bajar» a la calle. Mientras trabajo, tomo notas en un cuaderno A6 a rayas, pero no hago entrevistas estructuradas ni encuestas. No soy sociólogo.
Sin embargo, mi «descenso» se ha quedado a medio camino. Si fuera consistente con mi orientación etnográfica debería vivir como un indigente sin serlo, pasar el día en la calle, pedir ayuda a la puerta de los supermercados, acudir al comedor social La Milagrosa, al centro de día de Cruz Roja, y dormir en un portal. Todo eso durante al menos un año. Un descenso al «infierno», pero el mismo término «infierno» es un prejuicio mío que intento poner a un lado porque lo relevante es cómo ven y sienten los propios «sinhogar» (otro término que es un prejuicio, como todos los términos).
Como voluntario en el campo de la asistencia social, estoy a medio camino entre el mundo de los integrados en la sociedad y el de los nómadas transeúntes, excluidos y marginales que viven de la caridad y en la calle. Al final, la realidad que mejor conoceré será la de los voluntarios de la asistencia social, porque eso es lo que soy y hago.
Estoy divagando. Mi mente retorna al aquí y ahora. Son las 10 de la noche y la furgoneta de Cruz Roja baja por Calle Jovellanos. Rosa, la voluntaria que se sienta a mi lado, dice, «la mayoría [de los usuarios] no está bien. Tienen enfermedades mentales». La coordinadora del programa dice que «se les puede ayudar siempre, pero la integración total es más fácil cuando llevan poco tiempo en la calle».
Por la ventana veo calles estrechas repletas de bares que comienzan a animarse. Es la ruta de las tapas. Nuestra ruta, en una realidad paralela, tiene otras paradas.
Pedro vive en el aparcamiento público de un supermercado. Lo vemos salir de entre los coches cuando bajamos de la furgoneta.
--¿Cómo estás Pedro? --digo-- ¿Pavo o queso … un poco de caldo?
Acepta y me pide también para Gustavo.
--¿Y dónde está Gustavo? --le digo.
--Ha ido a tirar la mierda.
Rosa me indica que le dé también la ración de Gustavo. Le ayudo a llevar dos vasos de caldo, agua y dos sándwiches. Pedro duerme en un colchón frente al cual ha colocado un cartón cubierto por una manta de las que reparte Cruz Roja, y donde coloca la ración de Gustavo.
De vuelta en la furgoneta, Rosa dice que Gustavo es el amigo imaginario de Pedro, pero que le siguen la corriente. Pedro lleva años en el parking y es un viejo conocido. Antes de la Gran Recesión de 2008-9 era vigilante nocturno en obras. Con el colapso del “ladrillo” se quedó sin trabajo, y sin casa.
Me quedo pensando si se come la ración de Gustavo (una manera de acceder a más comida) o realmente se la guarda a su amigo. José parece que me lee el pensamiento y dice, «pero si lo que damos no es nada [o «hacemos lo que podemos», como dice una técnico de Cruz Roja]… ¿te vas a preocupar por darles un sándwich de más?».
Más adelante nos encontramos con Agustín. Acabamos de atender a un usuario marroquí muy amable que nos agradece repetidas veces que nos acordemos de él. Agustín aparece frente a la furgoneta cuando nos disponemos a continuar la ruta y nos congela la sonrisa. Nos mira fijamente, con la boca ajustada, una mirada torva, y se queda así unos segundos, sin moverse.
--¿Sabéis cuántas capitales tiene Andalucía, eh, lo sabéis, a que no lo sabéis? Tiene siete, las siete bolas de dragón.
Le damos su ración y nos vamos sin entablar conversación. María, la voluntaria que lleva el listado de usuarios y de paradas, dice que mejor decir lo mínimo. Agustín no está bien.
El sicólogo británico John Read (ver El País, 1 de julio) opina que la desigualdad y la pobreza relativa causan psicosis y esquizofrenia, y que la enfermedad mental, a la vez, contribuye a no salir de la pobreza absoluta; es decir, de la calle. Al final, dice John Read, medicalizamos la pobreza, pero no la solucionamos.
La indigencia puede que sea un modo de vida, cuyo significado se me escapa. La mayoría son amables. Puede que no sean «recuperables» (para nuestro mundo «normal»), pero algunos tienen habilidades, conocimientos y experiencias que sorprenden. La próxima vez escribiré sobre ellos.
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