El Puche en tiempos de la Covid-19
ALMERÍA | Coronavirus
Vecinos y comerciantes esquivan el contagio tirando de ingenio
Hay miedo al intercambio de moneda y al mal tiempo le ponen buena cara
Almería/“Aquí no hay virus por culpa de la marihuana, los médicos lo saben y ‘tó’. En las Tres Mil Viviendas de Sevilla dicen que tampoco hay”. La frase la espeta uno de los primeros vecinos con los que hablas al adentrarte en el populoso barrio del Puche para conocer de primera mano cómo están viviendo estos días de confinamiento las familias de la pequeña torre de Babel que conforman este distrito capitalino, en el que hoy en día predominan los magrebíes, particularmente llegados desde Marruecos.
La carnicería Rguibat la regentan unos hermanos naturales de Marrakech. Mahmud, el mayor, de 43 años, recaló en Almería en 1998 y montó el negocio viendo que su comunidad no paraba de crecer. Nos atiende con amabilidad mientras muestra productos típicos de su país u ordena las cajas de fruta que expone en plena calle como reclamo.
Al otro lado del mostrador su hermano menor, Mohamed (27), atiende la sección de charcutería del negocio de ultramarinos: “Estos días viene menos gente, no tanta como antes. Hay mucho miedo, aquí en particular por el frecuente intercambio de monedas al no disponer la gente de tarjetas de crédito”, explica.
Eso propicia que la antigua tradición de fiar siga a la orden del día en su establecimiento. Tanto es así que nos enseñan dos libretas con un listado infinito de nombres apuntados en caracteres árabes, asegurando entre risas que por lo menos tienen 25.000 euros a la espera de cobro.
Un palé de botellas de agua apiladas justo delante del mostrador sirve como improvisada barrera para que el dependiente pueda mantener los dos metros de distancia social requeridos en materia de seguridad. Y es que la falta de recursos agudiza el ingenio.
Antes de irnos en búsqueda de la farmacia, Mahmud nos cuenta que calle arriba, en la avenida Mare Nostrum (la arteria que cruza El Puche de norte a sur) su hermano mediano, Ali, regenta otra carnicería y que también tienen tienda en Los Molinos especializada en el sacrificio halal. No les ha ido mal desde que decidieron emigrar y así sacan adelante a sus familias (tienen seis hijos entre los tres), repartidas entre San Vicente y Los Molinos.
Sus padres vienen y van, pero residen en Marruecos, donde empiezan a tomar conciencia de la gravedad del coronavirus: “Les avisamos pronto de que era muy peligroso. Allí también están confinados”, nos recuerda Mohamed sin desprenderse en ningún momento de la mascarilla que usa como protección.
De camino a la farmacia nos sorprende ver abierto un locutorio. Jawad El Boustati, natural de Alhucemas, antiguo protectorado español, atiende a una chica que ha entrado a comprar. “Abrimos al tener también comestibles, pero está la cosa un poco floja, no hay dinero. Trabajamos con temas de extranjería y al estar cerrados hay menos movimiento”, especifica.
El repartidor de chucherías se encuentra descargando en ese instante la furgoneta. Se llama José Martínez y lleva 30 años en Grefusa dedicado a endulzarle la vida al personal dando portes a los comercios minoristas: “No hemos parado, la gente está aburrida y he observado que come muchas pipas, cantidades ingentes”, recalca.
Lo cierto es que para ser un día cualquiera de la semana se observa mucho menos ajetreo del habitual, con restaurantes y peluquerías cerrados por el estado de alarma, pero cuando llegamos a la botica sí se forma en su puerta un pequeño cúmulo de vecinos haciendo cola en espera de su turno. La farmacia del licenciado Dionisio Martínez Lao da servicio a la comunidad desde 1981.
Detrás de una recién instalada pantalla de metacrilato se encuentra el facultativo Francisco Hermo Fuerte, quien explica que en un principio permitían el acceso a cuatro personas a la vez, pero tuvieron que reducirlo a dos y que el resto esperasen fuera porque se hacía difícil mantener la distancia de seguridad: “Un día hubo tal colapso a las puertas que incluso se pasó la Policía a ver qué estaba ocurriendo. Aquí se enfadan con mucha facilidad”.
Hay más trabajo, pero al menos el suministro, salvo de mascarillas, no está faltando: “Lo más demandado son los guantes, geles y mascarillas. Están entrando porque nos buscamos la vida a través de Cofamasa, cooperativa distinta a la habitual, que es Bida Farma. Mascarillas van a venir, las vendemos a 1’50 euros o 3’95 si llevan filtro”.
Francisco Hermo cuenta que por su experiencia laboral de estas semanas “los marroquíes son más reacios y rebeldes al confinamiento, bastante reticentes a quedarse en casa”. Al trabajar atendiendo al público día tras día siempre existe un poco de miedo, pero tienen una ducha en la propia farmacia donde se dan un baño y se cambian de ropa antes de marcharse a sus domicilios.
Al salir de la farmacia nos topamos con Cándido Ruiz Garrido, empleado de Verdiblanca afectado estos días por un ERTE en su empresa, que nos invita amablemente a conocer el piso de sus padres, uno de los pocos matrimonios que quedan en el barrio desde sus orígenes. Un pasillo largo y angosto hace como distribuidor hacia una colmena de habitáculos bastante deteriorados por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento.
Cándido toca la puerta y el ladrido de Chiki, la mascota familiar, precede a la aparición de Antonia, su madre, toda una institución en El Puche. A sus 74 años preside la asociación de mayores San Pedro y San Pablo y conoce como nadie las heridas de su barrio: “Aquí se le ha ido la mano a todos, Junta, Gobierno Central y Ayuntamiento. El barrio está cada vez peor pese a las ayudas europeas. Los siete u ocho últimos años han sido los peores pese a contar con los mejores servicios: Centro de Salud, Instituto, Guardería, Centro de Adultos y un área municipal para familias desestructuradas, pero no sabemos el fallo, seremos nosotros...”, concluye con resignación.
Postrado en el sillón está Manuel, su marido, que fue fontanero hasta perder un ojo y el año pasado sufría un ictus que lo ha convertido en dependiente, con el problema añadido de no disponer de baño en la planta baja. Antonia, mujer ardilosa, prosigue con su relato de las carencias del barrio aprovechando que la prensa ha entrado en su hogar: “Hay muchos enganches ilegales a la luz, de 68 viviendas habrá apenas 9 legalizadas, y por la noche no paran los carrillos del PRYCA...”, lamenta Antonia insinuando el grave problema de drogodependencia que asola al vecindario.
Luchadora nata, se mudó con su familia de Los Molinos al Puche en 1980 y cuenta que las inundaciones del barrio de La Caridad empujaron a otras muchas familias a trasladarse allí, mientras que la Ley de Reagrupación facilitó el crecimiento de la colonia extranjera. Ha sacado adelante a dos hijos procurándoles una educación. El mayor, de 54 años, le ha dado un nieto y trabaja en la CASI, confiesa orgullosa mientras apunta otra carencia crónica: “Por mucha mierda que quiten los basureros, más hay, y mira que pasan a limpiar”.
Enfilando el camino de vuelta, mientras un vecino le pregunta al fotógrafo si no será de la ‘policía secreta’ (por su peculiar chaleco para cargar los equipos) entramos al negocio de Hassan Essalam, marroquí de una zona próxima a Nador, al que sorprendemos deshuesando una enorme pierna con un cuchillo bien afilado: “Trabajamos como siempre, vendo mucha ternera”. El coronavirus parece menos fiero en un Puche sobrado de goteras.
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