El Monumental Cinema
En el Camino Real. Estaba cerca del cruce con la Carretera de Ronda y sus portones de salida daban a la Calle Patrón. Las butacas eran de madera sin tapizar, pero cómodas, y tenía "arriba"

EN el Barrio Alto había un cine y una terraza de verano. El cine, hoy desaparecido, era el Monumental Cinema y estaba en el Camino Real, muy cerca del cruce con la Carretera de Ronda. Sus portones de salida daban a la Calle Patrón. Las butacas eran de madera sin tapizar, pero cómodas, y tenía "arriba", como decíamos, pues no era un "gallinero" como los del Cervantes y el Hesperia. También tenía un ambigú en el vestíbulo. "Visite nuestro ambigú", se leía en pantalla durante los cortes, dos o tres por película, para cambiar las bobinas.
En el Monumental "echaban" muchas películas que eran de serie B, pero a mí me encantaban. Recuerdo especialmente una versión de El Gran Gorila (1949) cuya protagonista era una niña. El gorila gigante se llamaba Joe y lo transportaban en un vagón de tren. También La Mosca (1958), sobre un científico que probaba un descubrimiento en sí mismo a imitación del Dr. Jekyll de Stevenson y se convertía parcialmente en bicho. Y los llamados "péplums", películas de romanos o griegos. Por entonces se pusieron de moda los forzudos, el más famoso de los cuales fue Steve Reeves (pronúnciese Esteve Reves, tal cual) en Hércules (1957). Pero a mí me gustaba más La Guerra de Troya (1961), donde hacía de Eneas. Aquellas películas eran la representación, para mí perfecta, de episodios históricos que iba leyendo en los libros de texto del Instituto. Estaba también la serie de Tarzán protagonizada por Lex Barker, cuyas películas se reponían un año tras otro, aunque fue sustituido en el 54 por Gordon Scott, un Tarzán culturista con arco y flechas. Y siempre tenían gran éxito, claro, los westerns de John Wayne (que pronunciábamos Jon Bayne, sin más). Me encantaban también las de Santo, el Enmascarado de Plata, que eran de lucha libre. Y las de mejicanos que cantaban rancheras, como Miguel Aceves Mejía. Y de vez en cuando acompañaba a mi madre a ver, sobre todo, películas de Sara Montiel, como La Violetera (1958), con la famosa canción del maestro Padilla, o El derecho de nacer (1952), un dramón de Jorge Mistral. A mí la que más me gustaba de estas era ¿Donde vas Alfonso XII? (1958), con Paquita Rico y Vicente Parra.
Todo el barrio iba al Monumental. Uno se vestía de domingo y se presentaba en el cine a las tres, a las cinco o a las siete de la tarde. Si era por sesiones, no se podía entrar una vez empezada la película, así que una vueltecita, unas pipas, un chicle o, un poco más tarde, unos cigarritos y unas partidas en los futbolines de Manrique, en el Camino Real, junto al Bar de Pascual, hasta que empezara la siguiente. Si no iba por sesiones, a lo mejor entrabas, te veías media película y luego la siguiente entera, porque, de todas formas, ¿qué se podía hacer, si no, la tarde del domingo? En el Monumental, además, se podía comer pipas a destajo -era típico el ruido en los silencios de las películas- y, si se quería, se llevaba uno la merienda y nadie decía nada si dejabas el untuoso papel del pan con aceite o las cáscaras de naranja bajo el asiento. Antes del obligatorio No-Do "echaban" anuncios. Eran diapositivas que, conforme iban saliendo, los niños y adolescentes nos íbamos repartiendo: "Pa ti, pa mi, pa ti, pa mi…", con satisfacción o malestar según lo que a cada cual se le fuese adjudicando en tan aleatorio y alegre reparto. Era famosa la última fila de butacas de abajo del Monumental, la llamada con picardía "fila de los mancos", pues allí se sentaban las parejas de novios. Y es que el Monumental era el paraíso de los amores primeros.
Enfrente estaba la Terraza Oriente, con una acusada personalidad como cine más viejo que era, quizá el más antiguo de la ciudad en ese formato. Se trataba de un murallón con dos portones, el de ENTRADA y el de SALIDA, y las dos ventanitas de las taquillas. Dentro, el suelo era de tierra. El bar -porque aquello era un auténtico bar, no un simple ambigú- estaba bajo la cabina de proyección y, a cada lado, los servicios de CABALLEROS y de SEÑORAS. Durante la proyección se apagaban algunas de las bombillas del bar, pero el tintineo de botellines, el crujir de cáscaras de cacahuetes, el trajín y las voces eran permanentes:
-¡A ver, una de patatas con ali-oli!
-¡Dos "oranges" y un botellín del Águila!
La pantalla estaba rodeada de parras o enredaderas de poto o algo así, cubriendo los altavoces. Las sillas, de anea, se sujetaban unas a otras, en hileras de seis u ocho, por medio de unas reglas de madera claveteadas en los respaldos y las patas posteriores. Para moverlas había que ponerse de acuerdo toda la fila y luego, ¡una, dos y tres!, adelantarlas o atrasarlas, según conviniera, al unísono, en la brevedad de una rápida media incorporación. Recuerdo especialmente una película que vi en esta Terraza Oriente. Se titulaba Mi Calle (1960) e iba de un joven escritor que observaba a los vecinos y describía sus historias personales, familiares e incluso políticas, cosa rara entonces, desde fines del XIX hasta la primera posguerra. Esta película -que supe luego era del escritor y cineasta Edgar Neville- fue uno de los estímulos que me crearon, durante toda mi vida ya, la necesidad de leer y escribir. En el Monumental "echaron" también Rufufú (1958), una comedia con Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Claudia Cardinale, Totò y Renato Salvatori, que era una parodia de la francesa -y rara- Rififí (1955), sobre mafiosos.
Y un paseo clásico de las muchachas del Barrio Alto de fines de los 50 y principios de los 60 era ir al Monumental y al Oriente "a ver las carteleras". Se trataba de fotogramas de los momentos importantes de la película que se anunciara en el cartel principal y que se colgaban a la puerta del cine, junto a las taquillas. En alguno incluso se veía a "la muchachilla" y al "muchachillo" -decíamos para nombrar a los protagonistas- en el intento de darse un beso. Agarradas del brazo, entre cantarinas risas, las jovencitas de la época, al caer la tarde, casi de noche ya, subían "a ver las carteleras" a la incierta luz de las bombillas que colgaban sobre el centro del adoquinado del Camino Real.
Y a su paso iban llamando la atención de los tímidos adolescentes barrialteros. Pero esta es ya otra historia.
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