Convento de Las Puras (VIII): Franceses
Crónicas desde la ciudad
Las tropas napoleónicas que ocuparon España, se acuartelaron en Almería durante el trienio 1810-1812. Las titulares del convento de Las Puras fueron sin embargo respetadas
Almería/Fernando VII revertió la Corona a su padre Carlos IV y este a su vez entregó la soberanía española a Napoleón Bonaparte. El siglo XIX amaneció pues con un Borbón en el trono y finiquitó con la restauración dinástica de otro: Alfonso XII. Solo alterado en sus albores por la presencia militar gala y el breve paréntesis de la 1ª República, en la que el alhameño Nicolás Salmerón Alonso ocupó por breve tiempo la más alta magistratura del Estado en alternancia con Emilio Castelar, Pi y Margall y Estanislao Figueras. Convulsa y cambiante en lo político, la centuria decimonónica fue asimismo la de los grandes avances científicos y técnicos.
La de la revolución industrial en Europa y en menor escala en nuestro país, enredado en estériles pronunciamientos cuartelarios, guerras domésticas y el colofón de la pérdida de Cuba y Filipinas, dando carpetazo a un decadente Imperio. El ferrocarril -paradigma del progreso que nos pondría en comunicación, vía Linares, con el resto de España- no estuvo disponible hasta 1899. Retomando el tema que nos ocupa, a pesar de la rígida clausura conventual y de su aparente “invisibilidad”, nuestras protagonistas padecieron (y disfrutaron) del conjunto de los avatares sociales y económicos. Bien como espectadoras o damnificadas.
Llegan los gabachos
Antes de la división de España en provincias, Almería era cabecera de Partido del antiguo Reino de Granada. Con la llegada del francés, una nueva distribución administrativa la convirtió en Subprefectura y al motrileño Francisco Javier de Burgos (1778-1849) en su máximo representante. Por entonces la capital contaba con menos de veinte mil almas, Dalmacio Alpuente era Jefe Político y Francisco Javier Campillo Mier, obispo de la Diócesis. Personaje singular en la historia provincial, el último gran Inquisidor del Santo Oficio huyó de su palacio al producirse el primero de los terremotos de 1804, excusándose en una visita pastoral a la provincia y refugiándose en Vélez Rubio y Mojácar: “Quedó el Obispado sin obispo y las iglesias del Obispado sin prelado, sin pastor y sin gobierno…”. Mientras tanto, la sede vacante se mantuvo (mal)regida por el deán catedralicio, nombrado gobernador Eclesiástico.
La ocupación se prolongó hasta el mes de septiembre de 1812, dejando a Almería esquilmada y empobrecida. En cambio, respetaron buena parte del patrimonio cultural, dictaron bandos de buen gobierno sobre higiene, sanidad y prostitución; aceleraron la construcción del primer cementerio municipal (en la rambla de Belén), abrieron la calle Ancha (hoy Jovellanos) sobre la huerta de Las Claras y festejaron en la catedral onomásticas litúrgicas y tedeums, a las que oportunamente fueron invitadas las autoridades civiles y religiosas.
Después de su primera derrota en Bailén y contención en Despeñaperros, el enorme despliegue militar dispuesto por Napoleón alcanzó Andalucía sin mayores impedimentos. Su hermano, José 1º Bonaparte, fue coronado rey de España y la entrada de tropas a la ciudad no se hizo esperar. En la tarde del 15 de marzo de 1810, el Ayuntamiento, en cuyo seno se había constituido la patriótica Junta de Gobierno favorable a Fernando VII -al que habían jurado fidelidad- se desplazó de las Casas Consistoriales a la Puerta de Belén, al final del Camino Real de Granada (a la altura del conocido bar La Gloria) para recibir servilmente a las fuerzas al mando del general Gudinot. Ahí se alineaban el gobernador, alcalde Mayor, regidores, diputados, síndico Personero, jurados y el teniente coronel Luis del Águila.
Tras las muestras de rendida sumisión, la columna de Caballería y Artillería -compuesta por 2000 hombres- inició su descenso hacia el centro urbano. Traspasada la Puerta de Pechina, el general y alta oficialidad se alojaron en casa del alférez Mayor, marqués de Torre Alta (la mejor dispuesta y alhajada, en plaza Careaga). La tropa se distribuyó por mesones y los conventos Franciscano, Dominico y Trinitario. Los frailes exclaustrados vagaron por la provincia, ocupando curatos y beneficios parroquiales otrora del clero secular; o incorporándose incluso a partidas de guerrilleros que hostigaban a los gabachos. Clero regular que no salía muy bien parado ante la opinión de sectores de población afrancesados:
Frailes, gente inicua, groseros, malévolos, revolucionarios, desoladores de la paz y quietud privada y pública de las familias y de las poblaciones, enemigos declarados del Estado del Reino y de la Nación; insurgentes y rebeldes al Gobierno francés…
General Belair
A partir de ahora y hasta su marcha definitiva, el trienio está suficientemente documentado. El día a día tiene fiel reflejo en actas y legajos varios del Cabildo municipal (AMAL); amén de información puntual en el Archivo Histórico Nacional, Provincial, Catedralicio y Junta de Beneficencia (Diputación). De ellos se nutrieron antaño los historiadores Jover Tovar o Carpente Rabanillo y modernamente José Castillo o Emilio García Campra. Referido al monasterio de La Purísima, yo he tenido el privilegio de disponer, además, de unos escritos reservados e inéditos de sor Encarnación Cintas Alonso (1909-1993). A dichas memorias de la monja concepcionista, de singular interés por tratarse de testimonios directos, recurriré oportunamente en temas de muy variada índole, con alguna primicia artística. No obstante, en este caso concreto, dentro de las apreciaciones generales desliza dos errores de bulto: afirmar que los franceses llegaron a la ciudad en barco y que sembraron de cadáveres calles y plazas.
El convento se convirtió en circunstancial refugio y asilo, propio y ajeno. El único no ocupado por el ejército galo. En septiembre de 1809 llegaron dos profesas de la Inmaculada de Toledo, cinco Clarisas de la misma localidad y nueve más de El Viso (La Mancha), todas emigradas forzosas al suprimirse sus respectivas comunidades. El 30 de mayo, el general Belair (regresado en abril en sustitución de Gudinot), ordenó a la abadesa “que cesara toda la clausura, quedando por consiguiente todas las monjas en libertad para salir del Convento y establecerse a donde más acomodara a cada una”. La orden obligaba a novicias y educandas, quedando las hermanas “para servir en las oficinas por gracia particular del General francés, con la precisa condición de que vistiesen traje secular y de ninguna manera hábito religioso”.
Quedaron tranquilas por unos días, aunque con la imperiosa obligación de grandes contribuciones en metálico (cifradas en miles de reales) y especies de su granero, procedentes de las haciendas en pueblos del Río. La tropa mientras tanto hacía guardia a bayoneta calada en el compás, hasta el torno junto a la puerta reglar. El sosiego cesó el 29 de noviembre; momento en el que la abadesa fue conminada a que esa misma noche desalojaran sus instalaciones. En este punto quedamos hasta mañana domingo.
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