Cerro de San Cristóbal (II)

Crónicas desde la ciudad

Tres promontorios se abalconan sobre la ciudad y bahía: la Alcazaba, castillo de San Telmo y el cerro de San Cristóbal. Baluarte, ermita y solar del monumento al Sagrado Corazón de Jesús

Subida al cerro. / Archivo Diputación De Almería
Antonio Sevillano

09 de diciembre 2018 - 05:07

El primitivo Layham o Recodo fue glosado por ilustres viajeros nacionales y extranjeros, con cita obligada a Jerónimo Münzer, Pedro Antº de Alarcón, Garzolini o Gerald Brennan y su relato sobre la anciana mendiga que habitaba uno de los degradados torreones de su amurallamiento. El asentamiento de la Orden Templaria, pretendidamente acompañantes en 1147 de Alfonso VII y a quienes durante la ocupación de Almería le asignaron, dicen, una ermita no pasa de ser una leyenda urbana (con éxito, eso sí) no sustentada por documentos fehacientes ni defendida por historiadores solventes desde el deán Gabriel Pascual y Orbaneja en adelante.

Un enclave natural inspirador de poetas y cantando por tarantos (Pepe Gómez, Luis el de la Venta) o voces líricas. Caso de la soprano Pilar Lorengar, cuando con el nombre de Loren García actuó en el Café Colón como “vocalista” de canción ligera; práctica con la que se pagó los estudios de bel canto:

“Una tarde, Manuel del Águila y otros músicos la acompañaron al cerro de San Cristóbal, para que viera el atardecer sobre el mar. En ese momento un barco se acercaba al Puerto. Y ella se puso a cantar. Allí en el cerro, mientras el sol se ponía y una nave entraba, Pilar Lorengar cantó el aria de madame Butterfly, de Puccini… “.

Ermitaño

Paraje de víacrucis con el Cristo de la Pobreza desde Las Puras y Las Claras; romerías en el mes de julio y rosarios matutinos (muy anteriores a la imagen sacra erigida en abril de 1930) que partían de la iglesia de Santiago, a cuya feligresía pertenece. Y sobre la meseta áspera, una ermita bicentenaria habitada en el ocaso del siglo XIX por un santero cuando menos singular. Miguel Rull se llamaba el hombre. En la festividad de San Cristóbal de 1876 fue el responsable de quemar el “castillo” y un lustro después de lidiar un novillo en la plazoleta al concluir la novena dedicada a la advocación titular, o eso creíamos. Y aquí un inciso respecto al nombre, el cuándo y porqué del promontorio.

Ciertos eruditos locales (entre ellos Joaquín Delgado, O.P.) apuntan que se debe a los RR.CC. tras la “toma” de Almería por la Corona de Castilla. Así lo hicieron en Granada, por ejemplo, en la que también optaron por espacios en altura para bautizarlos. Volvemos a nuestro ermitaño y a su afición por el arte de Cúchares.

En posguerra, el primer sábado de Feria se quemaban “castillos” de fuegos artificiales en el Cerro

Nuestro gozo de aficionado taurino quedó en agua de borrajas ya que no se trataba de una capea al uso. Ocurrió que el bueno de Miguel, en un arrebato de misticismo o ante la necesidad de ganarse el jornal con las limosnas de fieles devotos, cambió el oficio de pirotécnico por el de guardián del pequeño santuario, sin renunciar a su vocación taurina ni a la pólvora de carretillas, norias luminosas, palmeras reales y traca final. A la postre, ni becerro, ni banderillas: se trataba de un “toro que vomitaba fuego”, ensamblado en un carretón desplazado por los mozos más brutos.

En estas décadas el cargo era desempeñado por modestos asalariados, obligados al mantenimiento de la ermita y a ayudar a los cultos, dependiendo laboralmente del Obispado. Peculiar y polifacético, el tal Rull fue cochero del banquero Luis Terriza, proveedor de cohetes para la procesión de la Virgen del Mar y de los lanzados en las regatas veraniegas de El Recreo; además de elaborar las banderillas de fogueo utilizadas en las corridas agosteñas. Antonio Martínez lo relevó en sus funciones.

Fuegos artificiales

Los tradicionales fuegos artificiales de Feria se quemaron en, por este orden: Plaza Vieja, de la Catedral, Malecón (a espaldas del Hospital), dársena del Puerto, desembocadura de la rambla de Belén, andén de Costa y muelle de Levante; hasta la posguerra, en que se mudaron al “Santo”, nombre coloquial con el que muchos almerienses conocemos el cerro.

De la plaza de toros al Quemadero, los niños del Distrito 5º aguardábamos ansiosos el primer sábado feriado para gozar gratis de una diversión única desde la meseta próxima: el castillo de fuegos artificiales quemados por pirotécnicos (coheteros) del Bajo Andarax y Viator. Esa noche los terraos de las humildes casas del barrio –viviendas obreras de puerta y ventana que diseñaran Marín Baldó, López Rull o Cuartara Cassinello- se convertían en privilegiados palcos.

Las estaciones devocionales del viacrucis con el Cristo de la Pobreza discurrían camino de su cima

A pesar de la barrera visual del campanario de la iglesia conventual de Los Franciscanos, desde cuya torre el lego fray Carmelo hacía volar su pareja de palomos ladrones para asegurar la cena comunitaria (“animal que vuela, a la cazuela”): luz, color, risas y alboroto de la chiquillería, trueno gordo y olor a quemado. Todo a disposición de los económicamente débiles, es decir, la inmensa mayoría.

No en vano la pólvora ha sido una constante en la atalaya, además de espacio trufado de lances históricos, leyendas, plató cinematográfico y paisajístico telón de fondo de la Alcazaba; a la que está conectada por el lienzo amurallado de Jayrán; inicio de la segunda gran cortina de piedra y tapial tras la fundacional de la al-Madina.

Coloraos

Coincidente con la regencia del general Baldomero Espartero, en agosto de 1841 el alcalde constitucional, José Tovar y Tovar, dictó un bando extraordinario -publicado en el BOPA del día 11- anunciando diversos actos con motivo del 17º aniversario del fusilamiento en el Reducto de los Mártires de la Libertad. Comienza con este significativo párrafo:

“Exhumados en su día por acuerdo de este cuerpo municipal los restos mortales de las víctimas que en el año 1824 inmoló el furor despotismo en esta Ciudad por haber intentado restablecer la Libertad Nacional. Y depositadas sus venerables cenizas en el mausoleo construido para ello por medio de donativos patrióticos, faltaba tributar por siempre a la respetable memoria de tan ínclitos varones el homenaje público y ostentoso de gratitud y admiración a que les hicieron dignos sus heroicos sacrificios por la patria; y no es menos preciso e importante, evitar que con el transcurso del tiempo viniese tan solo a quedar un vago recuerdo, una tradición confusa, de tan funesto como memorable suceso, que debe imprimir hasta en las futuras generaciones el santo amor de la patria, y odio eterno a la tiranía…"

En la programación destacan sendas procesiones cívicas a las que concurrió el ayuntamiento bajo mazas, escuadrón de batidores a caballo, Milicia Nacional, tropa de guarnición en la Plaza y ciudadanos invitados a la catedral y al mausoleo sepulcral (mal llamado cenotafio) de Belén, en su primera visita solemne un lustro después de inaugurarse en 1837. Actos que en los días 23 y 24 estuvieron acompañados del clamor de campanas y en el que el fuerte militar de San Cristóbal cobró protagonismo con el estampido del cañón que lo protegía. A las 12 de la mañana de la víspera, tres cañonazos consecutivos anunciaron el aniversario; seguidos de otro cada media hora hasta el oscurecer. El día 24 tronó de nuevo con la misma cadencia, finalizando la artillería del castillo con una descarga cerrada al concluir las misas de réquiem en la catedral.

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