O eras de “Bazoka” o de “Cheiw”
Almería
Hasta el chicle llegó con retraso a Almería. Se introdujo en España en 1920 como producto farmacéutico y se popularizó en la provincia en los años sesenta

Almería/Los chicles llegaron a España hace algo más de un siglo. La goma de mascar norteamericana aterrizó sobre 1920 con una potentísima campaña publicitaria de la compañía “Adams” prometiendo desde un aliento fresco, eliminar los dolores de cabeza, incrementar la potencia muscular, calmar la sed y los nervios, abrir el apetito y hasta seducir apasionadamente al sexo contrario.
Se introdujo como producto farmacéutico; de hecho, se vendía en “boticas y dulcerías”, como anunciaba la revista de lujo “La Esfera”, dirigida por el andaluz Francisco Verdugo Landi, padre de la apasionada de Almería, la periodista Margarita Landi. Otra estrategia de introducción del chicle fue enviar muestras gratis a los médicos para que conocieran sus propiedades antisépticas y curativas. Y, claro, para que recetaran el producto.
Los primeros que se distribuyeron fueron de la marca “Wrigley´s”, con sabor a menta y frutas, pero se veían poco por aquí, casi siempre en pacientes de doctores barceloneses o de “estraperlo”, a más de 20 pesetas el kilo. El chicle llegó, como casi todo, con retraso. En 1950, la aduana almeriense interceptó un cargamento ilegal de cuarenta barras de goma de mascar que pesaba dos kilos y poco después otros dos “alijos” de siete y diez kilos cada uno.
Hubo que esperar a la autorización pertinente para venderlos. Así, los chicles Bazoka comenzaron a comercializarse en Almería a principios de los años sesenta. Tenían buena fama porque por mucho que los mascaras siempre duraban más y las pompas que se hacían eran mayores. Su lema: “se estira y explota”. De forma redonda, con tres pisos en forma de disco y, en la capital, se los podías comprar a Adolfo Ruiz, en la calle La Reina; a Francisco Palenzuela Montoya, en la calle Murcia, o a Antonio Cara Pérez en el kiosco de las pipas calientes. También los tenían en los carrillos verdes -aquellos con toldo y con el lema común “Almería, donde el sol pasa el invierno”- y que aparcaban en lugares estratégicos, como la Puerta Purchena esquina con la calle Ayala, en la calle de Las Tiendas con Hernán Cortés, frene al Teatro Apolo o junto al Amalia.
En verano, los Bazoka los portaban los vendedores ambulantes de la playa que iban andando, por la orilla, cargados con cestas de mimbre y coreando el tonillo de “cacahué, pipas, chicles”. El puestecillo de la anciana Sacramento Moreno, en los soportales de la Plaza Vieja, no tenía chicles Bazoka, solo los de bola, pero completaba la escasa oferta de goma de mascar con los petardos y los “mixtos de crujir”. Luego, entre los setenta y los ochenta, salió la versión española con el nombre de “Bazooka”; el formato era rectangular, con menos goma, pero con un pequeño cómic de regalo de “Bazooka Joe y su pandilla”, el personaje con parche en el ojo y gorra azul que hasta tenía club de fans con el que conseguir regalos.
La competencia del “Bazoka” era el “Cheiw”. O eras de “Bazoka” o de “Cheiw”. El de toda la vida, rectangular de fresa o de menta y valía una peseta, precio que ya aparecía impreso en el envoltorio. Se parecía a una goma de borrar y algún listo, como mi amigo Andrés, la envolvía con el papel del chicle y la regalaba esperando troncharse con la cara de asco del ingenuo que se la metía en la boca. Luego, “Cheiw” sacó los de sabor fresa ácida, canela y clorofila que era como darle un mordisco al tubo del Profidén. También hubo una versión “Junior”, pero costaba cinco pesetas, y otra muy conseguida con gusto a chocolate.
Sin duda, el chicle era la golosina estrella entre los niños almerienses de hace medio siglo. El agente comercial y delegado de ventas en la provincia de la sociedad “Prat S.A.”, Miguel Flores Vilches, comprendió en 1966 que la venta de la goma de mascar era un buen negocio y, animado por su empresa matriz, solicitó permiso municipal para instalar por las calles máquinas automáticas expendedoras. El Ayuntamiento, presidido por el alcalde en funciones el médico Ginés Nicolás Pagán, se lo denegó en su reunión del 17 de junio con argumentos algo peregrinos.
Los frailes del colegio La Salle sí que instalaron una máquina automática de chicles. A principios de los años setenta colocaron en el patio central un artefacto cuadrado y amarillo, con el dibujo de un niño guiñando el ojo. Por una peseta le dabas a una rueda y salía una bola de chicle. Te podía tocar de cualquier color, incluso el denostado rosa “para chicas”, pero todas tenían común que eran inmasticables. Quienes se metían aquella esfera en la boca le duraba todo el recreo y si, luego, tenías clase con el hermano Domingo, alias “El Lentejo”, o con “El Bubu”, debías sacártelo de la boca y pegarlo debajo del pupitre o meterlo en el estuche con los lápices Alpino. No había cristiano que ensalivara aquella piedra y si te pillaban masticando ya sabías... Además, había que morder con prudencia porque nuestros padres y abuelos nos habían advertido de que si te tragabas un chicle se te pegaba en las tripas y tu muerte era segura y fulminante.
Más buenos estaban los chicles de los carrillos que se instalaban en las puertas de los colegios un rato antes de que abrieran las puertas para salir. El surtido era más amplio: los “Boomer” que evolucionaron desde fresa, manzana ácida, mandarina, coco, melocotón al “sabor natillas”; los “Dubble Bubble”, cuadrados y con el dibujo de una corona; “Bubo”, de naranja por fuera y fresa por dentro; los “Bang Bang” de formato alargado, aunque cuando lo sacabas era cuadrado; los “Dunkin” que venían en sobres con las figuras de un conejo, de “Piolín” o el gallo “Claudio”. En 1975 el chicle de fresa “Niña” regalaba patrones de figurines para pegar en un álbum y los carrillos de la calle Terriza, frente a la puerta trasera de la Compañía de María, y el de las Jesuitinas se hinchaban de venderlo. En el instituto Alhadra, que en 1976 era el único mixto, los tenían en la cantina y como los alumnos tenían fama de muy progres y vanguardistas en lugar de comprar el bollo “Yuma” de crema o chocolate se gastaban el duro en los chicles, que sí dejaban masticar durante las clases.
Pero tanto consumo ya generaba problemas de limpieza urbana, sobre todo en las blancas y resbaladizas losas del Paseo. Estaban llenas de pegajosas gomas lanzadas desde las fauces del guarro de turno mediante un certero escupitajo. Luego, pasaba alguien y se llevaba en la suela del zapato la mitad y la otra quedaba impregnada para siempre. Ya adelantó el problema el maestro de periodistas Manolo Román en 1971 en “Bajo el Manzanillo”: “… cuando la masa ya no tiene jugo hay quienes la lanzan al suelo de un bar o quienes alegremente pegan los restos del chicle en la silla de algún café, asiento del autobús, en la butaca de un cine o en el tresillo de un hotel…”
Más educados que los “pegachicles” que criticaba Román fueron los alumnos del colegio “Ciudad de Almería”. En 1984 aprobaron una “constitución” con normas para organizar la vida interna y entre las 25 prohibiciones incluyeron la de “comer goma de mascar”. Claro que esos mismos escolares, ya hombres y mujeres, tuvieron que recurrir al chicle de nicotina… para dejar de fumar.
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